Aquí van dos cuentos sobre el tema: "Los tres deseos" (género maravilloso), "La pata de mono" (cuento fantástico), y uno que cuenta la reacción de un espectador al ver la versión teatral de "La pata de mono". Este último está entre el humor y el absurdo.
Una vez que los leas, elegí alguna de estas opciones:
- Texto descriptivo: hacer una descripción del hijo al llegar a la casa después del pedido de su madre.
- Texto narrativo: escribir un cuento sobre el tema de los tres deseos. Para inspirarte, leíste el cuento del mismo nombre.
- Cambio de final: escribí un final diferente para "La pata de mono", a partir del pedido del tercer deseo. En una parte de "No meter la pata con la pata de mono" podés ver una idea: la propuesta de un espectador.
LA PATA DEL MONO
W. W. JACOBS
La noche era fría y húmeda, pero
en la pequeña sala de Laburnum Villa, los postigos estaban cerrados y el fuego
ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas
personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles
peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente
junto a la chimenea.
—Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un error fatal y
trataba de que su hijo no lo advirtiera.
—Lo oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—. Jaque.
—No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el tablero.
—Mate —contestó el hijo.
—Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White con imprevista
y repentina violencia—. De todos los suburbios, éste es el peor. El camino es
un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no
les importa.
—No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre
madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de
fastidio.
—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que
se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la
puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era
un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
—El sargento-mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El sargento
les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción
que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de
cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los
ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que
hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
—Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—.
Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
—No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.
—Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un vistazo.
—Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso
y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
—Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el
señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días,
de una pata de mono o algo por el estilo?
—Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la pena oír.
—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.
—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo
miraron con avidez. Distraídamente, el forastero, llevó la copa vacía a los
labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
—A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular
—dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la
examinó atentamente.
—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándosela a su
hijo, para mirarla.
—Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento mayor—. Un hombre
muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y
que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden
pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
—Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.
—¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.
—Se cumplieron —dijo el sargento.
—¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.
—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la
tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que
produjo silencio.
—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo,
finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
—Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no
lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere
comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo
primero y pagarme después.
—Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—, ¿los
pediría?
—No sé —contestó el otro—. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al
fuego. White la recogió.
—Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento.
—Si usted no la quiere, Morris, démela.
—No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al fuego; si la guarda, no
me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y
examinó su nueva adquisición. Preguntó:
—¿Cómo se hace?
—Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le
prevengo que debe temer las consecuencias.
—Parece de las Mil y una noches —dijo la señora White. Se levantó a
preparar la mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo
el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
—Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White— pida algo
razonable.
El señor White guardó en el
bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la
comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos
relatos de la vida del sargento en la India.
—Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros
—dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para
alcanzar el último tren—, no conseguiremos gran cosa.
—¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
—Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería
aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y
famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por
tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo
el talismán y lo examinó con perplejidad.
—No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que tengo
todo lo que deseo.
—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —dijo
Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas
libras.
El padre sonrió avergonzado de su
propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un
guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
—Quiero doscientas libras —pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano
contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo
corrieron hacia él.
—Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer—. Se
retorció en mi mano como una víbora.
—Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y
poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo veré.
—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
—No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los
dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El
señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un
silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a
acostarse.
—Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la
cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible,
agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes
ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó
en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan
simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la
mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó
la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su
cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras
tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En
el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y
esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía
terrible.
—Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea,
la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta
época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
—Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert.
—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían
coincidencias —dijo el padre.
—Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo
Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y
tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta
afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se
burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero
llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del
sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres
intemperantes.
—Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse.
—Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en
mi mano. Puedo jurarlo.
—Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente.
—Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó.
Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se
decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera
nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres
veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White
se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste
parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por
el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora
esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo
un rato en silencio.
—Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.
La señora White tuvo un
sobresalto.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
—Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted
no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
—Lo siento... —empezó el otro.
—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
—Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.
—Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido
siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus
temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su
marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente.
Hubo un largo silencio.
—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.
—Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por
la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos
de enamorados.
—Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a
la ventana.
—La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran
pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un
empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la
señora White estaba lívida.
—Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda
responsabilidad en el accidente —prosiguió el otro—. Pero en consideración a
los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de
su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos
pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
—Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oir el grito de su mujer, el
señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se
desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas
dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y
volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al
principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les
aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en
resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman
apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran
interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor
White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró
solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó
cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para
escuchar.
—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.
—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en
los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño.
Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
—La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.
El señor White se incorporó
alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
—La quiero. ¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué la
quieres?
Llorando y riendo se inclinó para
besarlo, y le dijo histéricamente:
—Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no
pensaste?
—¿Pensaste en qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo hemos pedido uno.
—¿No fue bastante?
—No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala pronto y
pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama,
temblando.
—Dios mío, estás loca.
—Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
—Fue una coincidencia.
—Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
—Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo
reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo
vieras...
—¡Tráemelo! —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo
al niño que he criado?
El señor White bajó en la
oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar.
Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho
pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No
encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de
pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio,
hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía
algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
—¡Pídelo! —gritó con violencia.
—Es absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo —repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
—Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El
señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una
silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre
no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a
su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi
apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante
el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la
mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido
del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó
coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo
se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó
un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció
inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró
la puerta. Se oyó un tercer golpe.
—¿Qué es eso? —gritó la mujer.
—Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte
golpe retumbó en toda la casa.
—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su
marido la alcanzó.
—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.
—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltara—.
Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que
abrir la puerta.
—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.
—¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya
voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se
libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la
escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz
de la mujer, anhelante:
—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
—Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en
toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido
de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y,
frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto;
aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la
puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado
alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el
portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
William W. Jacobs, humorista
inglés nacido en 1863; muerto en 1943. Ha publicado: Many Cargoes
(1896); The Skipper's Wooing (1911); Sea Whispers (1926)
De "Antología de la
literatura fantástica"
Jorge Luis Borges
Adolfo Bioy Casares
Silvina Ocampo
Cuento de los tres deseos
Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont
Había una vez un
hombre, que no era muy rico, que se casó con una bella mujer. Una noche de
invierno, sentados junto al fuego, comentaban la felicidad de sus vecinos que
eran más ricos que ellos.
-¡Oh! -decía la
mujer- si pudiera disponer de todo lo que yo quisiera, sería muy pronto mucho
más feliz que todas estas personas.
-Y yo -dijo el
marido-. Me gustaría vivir en el tiempo de las hadas y que hubiera una lo
suficientemente buena como para concederme todo lo que yo quisiera.
En ese preciso
instante, vieron en su cocina a una dama muy hermosa, que les dijo:
-Soy un hada;
prometo concederles las tres primeras cosas que deseen; pero tengan cuidado:
después de haber deseado tres cosas, no les concederé nada más.
Cuando el hada
desapareció, aquel hombre y aquella mujer se hallaron muy confusos:
-Para mí, que soy
el ama de casa -dijo la mujer- sé muy bien cuál sería mi deseo: no lo deseo aún
formalmente, pero creo que no hay nada mejor que ser bella, rica y fina.
-Pero, -contestó
el marido- aún teniendo todas esas cosas, uno puede estar enfermo, triste o
incluso puede morir joven: sería más prudente desear salud, alegría y una larga
vida.
-¿De qué serviría
una larga vida, si se es pobre? -dijo la mujer-. Eso sólo serviría para ser
desgraciado durante más tiempo. En realidad, el hada habría debido prometer
concedernos una docena de deseos, pues hay por lo menos una docena de cosas que
yo necesitaría.
-Eso es cierto
-dijo el marido- pero démonos tiempo, pensemos de aquí a mañana por la mañana,
las tres cosas que nos son más necesarias, y luego las pediremos.
-Puedo pensar en
ello toda la noche -dijo la mujer- mientras tanto, calentémonos pues hace frío.
Mientras hablaba,
la mujer cogió unas tenazas y atizó el fuego; y cuando vio que había bastantes
carbones encendidos, dijo sin reflexionar:
-He aquí un buen
fuego, me gustaría tener un alna de morcilla para cenar, podríamos asarla
fácilmente.
Tan pronto como
terminó de pronunciar esas palabras, cayó por la chimenea un alna de morcilla.
-¡Maldita sea la
tragona con su morcilla! -dijo el marido-; no es un hermoso deseo, y sólo nos
quedan dos que formular; por lo que a mí respecta, me gustaría que llevaras la
morcilla en la punta de la nariz.
Y, al instante,
el hombre se percató de que era más tonto aún que su mujer, pues, por ese
segundo deseo, la morcilla saltó a la punta de la nariz de aquella pobre mujer
que no podía arrancársela.
-¡Qué desgraciada
soy! -exclamó- ¡eres un malvado por haber deseado que la morcilla se situara en
la punta de mi nariz!
-Te juro, esposa
querida, que no he pensado en que pudiera ocurrir -dijo el marido-. ¿Qué
podemos hacer? Voy a desear grandes riquezas y te haré un estuche de oro para
tapar la morcilla.
-¡Cuídate mucho
de hacerlo! -prosiguió la mujer- pues me suicidaría si tuviera que vivir con
esta morcilla en mi nariz, te lo aseguro. Sólo nos queda un deseo, cédemelo o
me arrojaré por la ventana.
Mientras
pronunciaba estas frases corrió a abrir la ventana y su marido, que la amaba,
gritó:
-Detente mi
querida esposa, te doy permiso para que pidas lo que quieras.
-Muy bien, -dijo
la mujer- deseo que esta morcilla caiga al suelo.
Y al instante, la
morcilla cayó. La mujer, que era inteligente, dijo a su marido:
-El hada se ha burlado
de nosotros, y ha tenido razón. Tal vez hubiéramos sido más desgraciados siendo
más ricos de lo que somos en este momento. Créeme, amigo mío, no deseemos nada
y tomemos las cosas como Dios tenga a bien mandárnoslas; mientras tanto,
comámonos la morcilla, puesto que es lo único que nos queda de los tres deseos.
El marido pensó
que su mujer tenía razón, y cenaron alegremente, sin volver a preocuparse por
las cosas que habrían podido desear.
FIN
Absurdo, humor negro, terror al
final. Un espectador se toma a mal la historia.
No meter la pata con la pata de mono
de Marco Denevi
Los otros días fui a ver La pata de mono, un cuento de cierto señor W. W.
Jacobs, a quien no conozco, adaptada para el teatro por otro señor Marco
Denevi, a quien conozco menos.
La acción transcurre en una casa de clase media, en Inglaterra. Allí vive
el matrimonio White con su hijo Herbert, un muchacho simpático. Es de noche y
afuera sopla el viento. Llega un tal Morris, sargento mayor o cosa así. Acaba
de regresar de la India y trae consigo una pata de mono disecada. Dice que es
un amuleto al que un faquir dotó de poderes mágicos: tres hombres pueden
pedirle, cada uno, tres deseos, y la pata de mono se los concederá. Después de
varios dimes y diretes que no interesan, la pata de mono queda en poder de los
White y su hijo Herbert induce al señor White a pedirle algo a la pata, así,
como una broma. El señor White le pide doscientas libras, suma modesta que
alcanzaría para pagar la hipoteca de la casa. Apenas ha formulado su deseo, el
señor White lanza un grito y arroja la pata de mono al suelo: asegura que la
pata se retorció en su mano como una víbora. La mujer y el hijo fingen creer
que todo es pura imaginación, pero se veía que estaban impresionados. También
yo. Se van a dormir y termina el primer acto.
El segundo transcurre a la mañana siguiente. Herbert se dirige a su empleo
en una fábrica. El matrimonio White sigue comentando (la escena es aburrida y
demasiado larga) lo que sucedió la noche anterior con la pata de mono. Llaman a
la puerta. La señora White abre. Es un hombre vestido de negro y muy nervioso.
Lo hacen entrar. El desconocido no se decide a hablar claro. Al fin, después de
muchas vueltas, revela el objeto de su visita: es un enviado de la fábrica
donde trabaja Herbert, viene a anunciarles que al muchacho lo agarró una
máquina y, bueno, murió. El señor y la señora White, espantados, aturdidos por
la terrible noticia, no se mueven. Entonces el hombre les ofrece, como
indemnización por la muerte de Herbert, doscientas libras. La señora White
lanza un alarido y el señor White cae desmayado. Fin del segundo acto.
Tercero y último acto. Otra vez de noche. El señor White mira el vuelo de
una mosca imaginaria. La señora White va y viene como una sonámbula. Pronuncia
frases distraídas, las interrumpe por la mitad, se queda con la vista perdida
en el vacío. Los dos pobres viejos están como idiotizados por el dolor. Y de
golpe la señora White empieza a gritar:
-¡La pata de mono! ¡La pata de mono! ¿Dónde está?
El señor White se pone de pie, mira para todas partes, no comprende. A la
señora White se le ha ocurrido una idea, obvia, por lo demás. El señor White
formuló uno solo de los tres deseos. Dispone de otros dos. ¿Por qué no volver a
hacer la prueba? ¿Por qué no pedirle que Herbert recupere la vida? El señor
White se niega.
- Hace diez días que está muerto - solloza -. El día en que murió lo
reconocí por la ropa. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras,
imagínate ahora.
-¡Tráemelo! - insiste la señora White completamente histérica -. ¿Crees que
temo al niño que he traído al mundo?
Luego de una prolongada discusión el señor White accede de mala gana, busca
la pata de mono y temblando de pies a cabeza pronuncia el segundo deseo: que
Herbert resucite. Y otra vez arroja la pata de mono al suelo, señal de que
nuevamente se había retorcido como una víbora. Luego va a sentarse en su
sillón, oculta el rostro entre las manos, está hecho una piltrafa. En cambio la
señora White, impaciente ansiosa, se asoma a la ventana. El tictac del reloj
crece, decrece, vuelve a crecer y a decrecer, para que el público se dé cuenta
de que pasan las horas. Chasqueada, la pobre señora White se derrumba sobre una
escuálida sillita junto al fuego.
Y de pronto golpes en la puerta.
-¡Es Herbert! !Es Herbert! - grita la mujer -. ¡Había olvidado que el
cementerio está a dos millas y que mi pobre niño tuvo que venir caminando!
Quiere abrir la puerta, pero el marido trata de impedírselo.
-¡Por el amor de Dios -gime el cobarde- no lo dejes entrar!
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? ¡Suéltame! ¡Ya voy, Herbert, ya voy!
Luchan como demonios. Entre tanto siguen resonando los golpes en la puerta.
Una escena escalofriante. Yo no podía mantenerme quieto en la butaca. Hasta que
la señora White consigue zafarse y corre hacia la puerta. Pero la puerta tiene
colocada la tranca. La señora White, no pudiendo alcanzarla, busca una silla,
arrastra la silla hasta la puerta, se sube a la silla, levanta la tranca,
desciende de la silla, aparta la silla. Esa demora es aprovechada por el señor
White para buscar la pata de mono, encontrarla en un rincón y balbucear en voz
baja el tercero y último pedido. Respiré.
Pero cuando la señora White abre, por fin, la puerta, comprueba con horror,
también yo compruebo con horror que no hay nadie, que Herbert no está, que el
bobalicón del señor White le ha pedido a la pata de mono que el muchacho vuelva
a la tumba. Aquello era inaudito, era sencillamente inconcebible. No sé cómo
pude reprimir el deseo de trepar al escenario y propinarle a ese imbécil una
paliza. Opté por salir rápidamente del teatro. Hablaría a solas con el señor
White. El infeliz amaba a su hijo, nadie lo duda. El error lo había cometido de
buena fe, obnubilado por el miedo. Yo lo instruiría para que en las próximas
funciones no reincidiese en la misma torpeza.
Lo visité en su casa, cuyas señas obtuve en el mismo teatro haciéndome
pasar por periodista. Vivía solo y me recibió con una obsequiosidad repugnante.
Mi primera impresión fue que era un viejo sin mayores luces, así se explicaba
la inexplicable sandez que había cometido. Lo malo es que dos personas tan
simpáticas como la señora White y Herbert debían pagar las consecuencias. Por
fortuna ahí estaba yo para poner las cosas en su lugar.
-¿Qué le pareció La pata de mono? - me preguntó el macaco.
- Magnífica. Pero en la última escena usted se comporta como un chambón.
-¿Yo? - se azoró, al punto de que las cejas se le unieron en una sola como
un bigote postizo que se hubiese pegoteado en mitad de la frente.
- Usted. ¿Qué le pidió, la tercera vez, a la pata de mono?
- Que Herbert desaparezca.
- Mal hecho. Debió pedirle que Herbert volviera a ser lo que era antes del
accidente.
- Pero...
- No me interrumpa. Una de dos: o la pata de mono no tiene poderes mágicos,
y entonces las doscientas libras fueron pura casualidad y los golpes en la
puerta era el viento, o sí los tiene y la señora White, al abrir, se encontraba
con su hijo sano y salvo.
De pronto tomó un aire engreído.
- Disculpe, pero el autor quiere que las dos versiones, la fantástica y la
realista, sean igualmente válidas y que el espectador elija la que más le
guste. En la versión que usted propone eso es imposible.
Sofrené mi cólera.
-¿Que el espectador elija? ¿Qué espectador? Yo no quiero elegir. Quiero que
sea el autor quien tome la decisión. Muy bonito. Para lavarse las manos y
echarnos a nosotros todo el fardo, lo obliga a usted a desperdiciar
estúpidamente el tercer deseo, obliga a esa pobre madre a vivir el resto de sus
días en la más negra aflicción.
- Yo no soy quién para introducir modificaciones en la obra.
- Usted es el padre de Herbert, qué cuernos. ¿Qué habría hecho cualquier
otro padre en su lugar? Pedirle a la pata de mono que reconstruyese el cuerpo
de su hijo. ¿La pata de mono no cumplía? Paciencia, todo había sido un cuento
del tío de ese Morris. ¿Cumplía? Albricias: ahí estaba Herbert sin un rasguño.
Pero para que nosotros nos devanemos los sesos entre la versión fantástica y la
versión realista, el señor W. W. Jacobs y el otro cómplice, Denevi, lo
arrastran a usted a perpetrar ese final absurdo, ese desenlace ridículo. Pero
usted no sea papanatas. Rebélese, y en la próxima función haga lo que yo le
digo.
Bruscamente se puso amable.
- Está bien, señor, no se exalte.
-¿Qué quiere insinuar con eso de que no me exalte? No me exalto, pero
ciertas cosas me sacan de quicio. Usted no me parece mala persona. Sin embargo,
todavía no ha comprendido que Jacobs y Denevi lo han engañado. No se deje
manejar por esos dos canallas. Usted, esta noche, respetará el texto hasta el
momento de pedir el tercer deseo. Ya sabe, entonces pida que Herbert vuelva a
ser el que era antes de que lo agarrase la máquina. Veremos que sucede. O al
abrir la puerta no hay nadie, en cuyo caso usted se librará de todo
remordimiento por haber pedido las doscientas libras, o ahí está Herbert vivito
y coleando y sin las consecuencias del accidente. Imagínese la alegría de la
pobre señora White.
De golpe el señor White, a quien yo había tomado por un viejo sin carácter,
me reveló quién era.
-¡Salga de mi casa! - Tronó, rojo como un apoplético al borde del colapso-
¡Salga o llamo a la policía!
Era un sádico, un padre descastado. Se burlaba de su mujer, de su hijo, de
los espectadores, de mí. ¡Y yo, candorosamente, había ido a apelar a sus buenos
sentimientos! Quizá, la primera vez, se había prestado con inocencia y temor a
las maquinaciones de los dos granujas de Jacobs y Denevi. Ahora, después de
varias funciones, se cebaba en ese juego abyecto. Me costó, porque se defendió
con inesperada energía, pero conseguí librar al mundo de semejante monstruo.
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