TRUTH ON THE ROCKS
Amílcar, viejo compinche: Te
extrañará recibir esta carta quilométrica, pero a alguien tengo que contarle mi
historia y por algo sos mi amigo, ¿no? Vos bien sabés que técnicamente nunca
he sido un borracho. Y eso está ava lado por un dato irrefutable: apenas me he
mamado cinco veces en mis cuarenta años de vida. Y además he decidido que la
quinta fuera también la última. Ahora bien, no te hagas ilusiones, esto no
significa que no vaya a beber en el resto de mis días y de mis noches, sino
pura y exclusivamente que no volveré a ingresar en el estado de beodez. Sin
embargo, mis papalinas han tenido en mi vida un carácter tan particular, que de
algún modo quiero dejar constancia escrita de las mismas. Y te elegí a vos como
filatélico de mis cuitas.
Una de las razones por las que he
decidido no emborracharme más es que cuando sumerjo mi cerebro en alcohol me
vuelvo insoportablemente veraz. O sea que me emborracho de verdad y también de
verdades. Truth on the rocks. Y ésa es una combinación muy
peligrosa. Todavía conservo, colgadito en la pared, aquel letrero que vos me
conseguiste hace años en el Rastro madrileño: Más vale borracho conocido que
alcohólico anónimo.
Pero la decisión está tomada y
tengo mis razones. Uno de los rasgos determinantes de mi alcoholismo profundo
es que nunca adquiero aspecto de curda. Parezco completamente sobrio, pero no.
Mi primera papalina de antología fue causada por la indignación, la dignidad
ofendida y el amor por la justicia, todo junto, una suerte de salade
niçoise de la moral privada. Tenía diecinueve años y jugaba en El
Torrente F.C., de tercera o cuarta extra, no recuerdo bien. Mi puesto en el
equipo era de back fierrero, como se estilaba antes y, con
distinta nomenclatura, también se estila hoy. La verdad es que siempre fui
ecologista, aun en mis definitorias zancadillas dentro del área, ya que el
delantero en cuestión quedaba cuan largo era y algo quejoso, pero sin ninguna
señal condenatoria en el tobillo zancadillado. ¿Querés creer que nunca me
cobraron un penal? Yo había desarrollado una técnica impecable para que en ese
santiamén en que cometía el desaguisado, árbitro y/o jueces de línea estuvieran
mirando hacia otra parte, no importaba cuál. Si en cambio alguno del trío me
tenía en su mira, entonces me dejaba driblear sin problema. Digamos que hasta
la próxima.
Todo eso forma parte, como vos bien
sabés, ya que has sido entrenador en Albania y en Bangladesh, de una tradición
no escrita pero no por eso menos real, del peloteo en el área chica. Ah, pero
hubo un árbitro, un tal Gómez, que a mí me tenía caliente. No porque se comiera
algún orsai o pitara un penal cuando sólo había sido dramaturgia del caído.
Todo eso se admite. Lo que yo no le perdonaba era que lo hacía por guita.
Justamente, en un partido que jugamos con el Gloria Celeste, verdadera final
aunque todavía faltaban tres fechas, perpetró una de sus infamias a menos de un
metro de este servidor. El flaco Robles, volante del Gloria, venía con la
pelota casi sobre la línea, ya muy cerquita del banderín del córner, y entonces
yo (que lo marcaba) vi, y el árbitro también, que la pelota se le iba como
veinte centímetros al óbol, y en consecuencia suspendí el asedio, pero aquel
avivado siguió avanzando, quedó solo frente al golerito y se mandó el
zapatillazo. Gol y punto. Protestas y punto. No le dije nada al Gómez, pero lo
miré tan pero tan fuerte, que nada más que por eso me expulsó. Entonces empecé
la vigilancia. El juececito iba siempre al mismo café, de apelativo El Titán, y
yo empecé a marcarlo. Un día en que él no me había visto, al salir de
Caballeros registré, con estos ojos, que recibía un fajo de billetes de manos
del doctor Soca, que era presidente vitalicio del Gloria Celeste, bueno
vitalicio hasta por ahí nomás porque al año siguiente lo sacaron a patadas. Le
dejé tiempo a Gómez para que introdujera su platal deshonesto en el bolsillo
izquierdo del pantalón y luego regresé a mi mesa como si ellos no existieran.
Sin embargo, dos días después fui nuevamente a El Titán (el Gómez estaba en el
fondo, leyendo el diario) y me mandé a bodega cuatro grapas con limón, una tras
otra ¿para agarrar coraje? puede ser, pero sobre todo para decirle cuatro
verdades a aquel ganso. De modo que, acabada que fue la cuarta grapa, me
levanté como pude, me acerqué a Gómez y le dije en voz alta: Oiga, podrido, a
ver si no se vende más, al menos cuando jugamos nosotros. Usted sabe mejor que
nadie que la pelota había salido al óbol, ya que todo ocurrió al ladito suyo.
El desgraciado no se inmutó, se quedó sentado, levantó la vista y murmuró,
aparentemente tranquilo: Es una opinión pero también hay otras, unos dicen que
salió y otros que no, pero lo que yo quisiera saber es por qué dice que me
vendí. ¿Por qué? grité, en un tono tan alto que yo mismo me puse un dedo sobre
los labios como pidiéndome silencio. ¿Por qué, eh? Pues porque hace unos días,
en este mismo café, pude presenciar cómo el doctor Soca le daba un fajo y usted
se lo guardaba sin la menor alergia. Gómez no dijo nada, inclinó la cabeza como
humillado y de pronto me di cuenta de que estaba llorando. Fijate vos si seré
turro que me dio pena de aquel delincuente y hasta me arrepentí un poco de mi
párrafo agraviante y me le acerqué y hasta le puse la mano en el hombro. Fue
entonces que de improviso concluyó el llanto y me encajó un piñazo
verdaderamente histórico. Al parecer caí de espaldas. Digo al parecer porque
cuando recuperé el sentido estaba en la farmacia de la esquina y me hacían oler
amoníaco. Después de eso, Gómez, limpiada su honra con aquel piñazo propinado a
un pobre borracho (ergo: yo), siguió arbitrando y con los años llegó a Primera.
Yo nunca más pisé una cancha. Y todo por ser veraz, alcohólicamente veraz.
Mi segunda papalina tuvo lugar años
después, cuando trabajaba en el importante estudio de Iturralde & Morales.
Yo les conocía todas sus trapisondas, pero en general me trataban bien y me
pagaban decorosamente. Una mañana me llamó Iturralde a su despacho y me dijo:
Oiga, Soria, hoy viene un comerciante inglés, de nombre William Roberts, todo
un señor que maneja capitales inmensos, tanto propios como ajenos, y
prácticamente está decidido a que lo representemos aquí, lo cual va a redundar
en beneficio de todos, incluido usted, claro. Ni Morales ni yo podremos
almorzar con él, en mi caso porque estoy citado en una Embajada para tratar
otro asunto de importancia, y en el de Morales porque el pobre está con gripe.
Así que le pido lleve, claro que con cargo al estudio, a Mr. Roberts a algún
buen restaurante y lo entretenga, como usted sabe hacerlo, y le haga los
gustos. Mire que chupa como dos esponjas, pero usted facilíteselo todo. Mañana
yo me encargaré de él para concretar el negocio, pero hoy queda a su cargo la
operación simpatía. Y sonrió. En Iturralde la sonrisa es un equivalente del
punto y aparte. O sea que al mediodía me fui a un Gran Restaurante con don
William, quien resultó un british simpaticón e hijo de puta, digo esto último
con conocimiento de causa, ya que con el pretexto de su vocación bebedora, me
convirtió a mí también en esponja. Y, como siempre, me vino la fiebre de la
verdad. Truth on the rocks. Carajo. Cuando coincidíamos en el
tercer whisky, él estaba campeón y yo vicecampeón. Pero mientras que él tragaba
suave y dejaba una pregunta envenenada sobre mi plato, yo en cambio tragaba
fuerte (a veces no sabía si el ruido era mío o del ventilador) y dejaba
respuestas inocentes sobre el suyo. Qué manía la verdad, ¿no? Lentamente, sin
tartamudear (él sí tartamudeaba) ni toser (él sí tosía) ni estornudar (él
tampoco estornudaba), con la pulcritud de un veterano locutor de la BBC (porque
hablábamos en inglés, por algo hice seis años en el Anglo), le fui
pormenorizando la historia real de chantajes, contrabandos, coimas, estafitas,
cheques sin fondo y otras menudencias, que conformaban el historial clandestino
de los patrones míos y eventuales representantes suyos. Mientras tanto, él me
estimulaba con envidiable pericia, y tras regar las brochetas con tinto y el
salmón con blanco, dejaba caer preguntitas adicionales que yo satisfacía con
respuestas no menos adicionales. La cuenta fue fenomenal, pero yo había traído
suficiente dinero del estudio. Como corolario, don William me dijo que nunca
olvidaría este almuerzo y me entregó una tarjeta con sus señas en Birmingham.
Al despedirnos, me abrazó como a un hijo y elogió mi acento de la BBC.
Corolario II: nunca más fue visto en el territorio nacional ni en sus
alrededores. Tampoco yo volví a ver ni a Iturralde ni a Morales, pues el
british, antes de partir, les hizo una llamada demoledora desde Carrasco,
gracias a la cual, se supone, yo quedé como la mierda. O sea que me despidieron
poco menos que a tiros de bombarda y sin indemnización alguna. ¿Qué otra cosa
podía esperar de aquellos necios?
La tercera papalina tuvo lugar
muchos años después, en mi entonces hogar dulce hogar. Yo ya había progresado
bastante. Creo que esa parte de mi currículum la conoces. Para refrescarte la memoria
electrónica: era subgerente de una fábrica de heladeras, cuya marca no menciono
para no caer en la propaganda epistolar (nunca ha servido de nada).
Concretando: Elisa y yo celebrábamos esa noche nuestros cinco años de casados.
Ella había traído una botella de whisky, etiqueta negra (por las mismas razones
antes citadas, no menciono la marca), y podés suponer que yo no iba a tener la
indelicadeza de no brindar con ella. El problema no fue que brindáramos una o
tres veces. El problema fue que nos tomamos toda la botella, con etiqueta negra
y todo. Truth on the rocks.
Cuando terminábamos una copa y nos
servíamos otra, echando cada vez más whisky y menos cubitos, yo me temía que
esa noche iba a terminar diciendo verdades. El whisky recorría mi cuerpo (por
dentro, ¿eh?) como un río de sinceridad. Nos besábamos, nos abrazábamos, nos
volvíamos a besar, recordábamos tal o cuál anécdota de nuestra amorosa vida en
común, y cuando ya estaba todo listo para acudir al lecho, que nos esperaba
comprensivo, con sus sábanas recién estrenadas, preparado para que allí sonaran
los tiernos cascabeles de nuestro bien entrenado erotismo (¿qué te parece la
metáfora, colega?), justamente entonces la verdad empezó a salirme en
incontenibles bocanadas. Cuando le dije, solícito y lleno de cariño, a mi
recién encuerada esposa, que no tenía dudas de que su adorado cuerpecito era
infinitamente más hermoso que el de todas las mujeres con las que había hecho
el amor en los últimos cinco años, ella no pareció advertir el maravilloso e infrecuente
elogio que le estaba brindando, de modo que encogió sus esplendorosas piernas,
como si en vez de ocultarme las mieles de su sexo estuviera más bien
defendiendo Dien Bien Phu o el Alcázar de Toledo, y simplemente se dispuso a
escucharme, sin que de sus labios se borrara la sonrisa. Y yo, borracho de
whisky y de verdades, inconteniblemente veraz y avasalladoramente honesto, le
fui hablando de Mónica y nuestro encuentro casi casual en Río (viaje de
negocios), de Alicia y nuestro brevísimo idilio en un lugar tan poco
internacional como Durazno, de mis furtivas intimidades con Rosita (en este
caso concreto había un agravante: era su mejor amiga), de mi agradable semana
en Mar del Plata (Congreso de Ejecutivos Refrigeradores) con su modista
Valeria, siempre dejando constancia (porque yo era veraz) de que ninguna de
esas buenas féminas podía mostrar un cuerpo tan perfecto como el suyo. Cuando
sólo me quedaban dos nombres en la lista, advertí de pronto que Elisa estaba
cada vez menos desnuda, aunque enseguida me di cuenta de que en realidad se
estaba vistiendo. Tuve conciencia de que se había puesto todo: ropa interior,
vestido, medias, zapatos, collares, reloj y hasta una sólida cartera de cuero
de cocodrilo. Justamente, de esta solidez tuve comprobación inmediata, ya que
fue un horrible carterazo el que me abolló la nariz de manera alevosa. Cuando,
tras el portazo de rigor, advertí mi condición de abandonado y la sangre empezó
a derramarse sobre mi boca, creí percibir que en aquel manantial no sólo había hematíes
sino también verdades, bochornosas verdades y algunos decilitros de scotch
etiqueta negra. Resumiendo: el divorcio demoró dos años, ya que a Elisa no le
fue fácil conseguir testigos de mis adulterios (ni Rosita ni Valeria accedieron
a serlo) y mucho menos de mi presunta inclinación (por otra parte, tan
esporádica) a la bebida. Lo que Elisa no comprendió fue que yo la quería
entrañablemente y que todos aquellos insignificantes deslices sólo habían sido scherzi,
oberturas, preludios, divertimentos en fin, nunca comparables a la gran
sinfonía amorosa que durante cinco años había tenido lugar entre su cuerpo y el
mío. No necesito aclararte que no me emborraché para consolarme. Simplemente me
resigné y me autoflagelé con una prolongada abstinencia erótica. Una semana o
algo así.
La cuarta papalina sucedió no hace
mucho y fue en una despedida de soltero. Te aseguro que yo le había tomado
cierto pánico a la verdad alcohólica, ya que siempre me había traído malas
consecuencias. Cada vez que me había emborrachado, la necedad de mis prójimos
pasaba sobre mi veracidad como un bulldozer. Y eso me había alejado
del alcohol y su verdad anexa. Pero en la despedida de Arturito, la cosa fue
con vino tinto, y tal vez por eso no me fue tan mal. Ya estábamos en la peligrosa
curva de los chistes verdolagas y de las burlas sangrientas sobre noches de
bodas en general. Todos teníamos un aliento a bodega que daba asco. La
diferencia consistía en que los otros estaban borrachos sólo de vino, y yo en
cambio de vino y de verdad. Cuando capté que se reían del pobre Arturito
haciendo los más delirantes y abusivos pronósticos acerca de su Noche, se me
iluminó la sesera, pensé debo defender a mi amigo, y entonces dije en voz alta
(cuando me emborracho subo siempre el volumen), Arturito, no será para tanto y
si no pedile informes a Fermín, que a tu noviecita él la conoce bien. Fijate
que sólo dije eso, ni siquiera agregué que la conocía en el sentido bíblico.
Bueno, se hizo un silencio, no diré de funeraria sino más bien de nosocomio (primeros
auxilios).
Fermín y Arturito estaban frente a
frente, sólo separados por platos, fuentes, botellas, copas, etcétera, que en
pocos segundos pasaron a ser ex platos, ex fuentes, ex botellas, ex copas, ex
etcétera. Lo peor fue que Fermín puso cara de culpable (claro, lo que yo había
dicho era rigurosamente cierto) y como Arturito, que es buen amigo mío, sabía
que mi borrachera y la verdad siempre fueron hermanitas siamesas, ni uno ni
otro se ocuparon de mí, que en realidad sólo había cumplido el papel de vox
populi vox Dei, y ahora había pasado a ser el espectador privilegiado de un
round que podía ser definitorio. Fermín había tomado precautoriamente una
botella por el pico, pero el piñazo de Arturito lo envió al piso con botella y
todo. Además, el novio saltó por sobre la mesa (ni te cuento lo que fue aquel
estropicio) y trató de seguir amasijándolo en el suelo, pero Fermín, aun en su
vuelo privado, había seguido aferrado a su improvisada arma defensiva, de modo
que estuvo en condiciones de propinarle a Arturito un botellazo en plena testa,
con lo cual el casorio quedó primero en suspenso y luego definitivamente
cancelado, ya que cuando la novia se enteró de que había sido el leitmotiv de
la despedida, dijo que después de esa vergüenza y de esa calumnia (mejor se
hubiera quedado en lo de vergüenza) nunca nunca jamás se casaría. En realidad,
como vos seguramente recordarás, se casó seis meses después con un turista
yanqui que se la llevó a Massachusetts. Con Arturito seguimos siendo amigos,
porque cree que con mi alcohólica verdad lo salvé de un vía crucis. Él dice
esas cosas porque es muy católico. Y aquí me ves ahora, sobrio para siempre.
Ah, pero me falta contarte la
quinta y última, que es la principal. Me la pesqué en mi casa, solitos la
botella y yo. Lo hice adrede, calculadamente, sabiendo además que sería la
última. Por eso, debido a la importancia del evento, elegí un Chivas
(propaganda postal, pero ya no me importa). Y fui empinando, copa tras copa, truth
on the rocks una vez más. Cada veinte minutos me miraba en el espejo,
a fin de ir detectando mi progresión (en realidad, mi última fuga) hacia la
verdad. Estaba vestido de oscuro y con corbata. La cosa iba en serio. Cuando yo
mismo dictaminé que estaba listo, levanté el tubo del teléfono, marqué el
número de Elisa, oí su voz tan amada, le dije Elisa soy yo, por favor te pido
que no cortes. Estoy borracho, me emborraché pura y exclusivamente para que me
creas, para que sepas que te digo la verdad y además te juro, con mi mano
puesta sobre la Crencha Engrasada, de Carlos de la Púa, que nunca más me
emborracharé.
Elisa, te quiero, te adoro, sos lo
que más quiero en mi vida, Elisa volvé conmigo, te extraño una barbaridad, si
no volvés conmigo sé que me va a venir un infarto o un tumor o una hemiplejia o
algo así, Elisa te quiero, te adoro, etcétera. En el otro extremo del cable se
produjo un silencio profundo, significativo, espiritual, qué sé yo, en realidad
un silencio del carajo. Y yo temblando, sabiendo que en ese silencio se jugaba
mi vida. Al final sonó su voz: Te creo, te creo porque estás borracho y sé, por
amarga experiencia, que en esas circunstancias decís la verdad. Yo también te
adoro, vos lo sabés. Pero te creo con una condición: después de esta vez, nunca
más me digas la verdad. Te lo juro, Elisita, por eso te prometo que nunca más
me emborracharé. Al alcohol puedo sobreponerme pero a la verdad no. Entonces
ella dijo querido y yo dije Elisita y no sigo contándote porque su teléfono y
el mío quedaron todos babeados de amor. Así que ya lo sabés todo, Amílcar. Soy
por fin otro hombre, cómo te diré, sobrio y mentiroso, dispuesto a comenzar una
nueva vida. Elisita, que está a mi lado, también te manda recuerdos. Gracias
por la paciencia y un fuerte abrazo.
Comprensión de texto
1. ¿Qué forma toma la
escritura de este cuento?
2. El cuento tiene un tono
humorístico. Transcribí algún pasaje que confirme esta afirmación.
3. Resumí las cinco
borracheras del narrador.
4. Explicá las siguientes
expresiones:
…me emborracho de verdad y también de verdades. Truth on the rocks.
Al alcohol puedo sobreponerme pero a la verdad no.