La que sigue es una carta que supuestamente le manda a
Mr. Hyde un abogado que quiere defenderlo (1) en la acusación por el asesinato
de Carew. La acusación usa el relato del texto como prueba (2).
Estimado
Mr. Hyde,
Debo confesar que me causa una peculiar
extrañeza dirigirme a usted por carta, en vez de tener la oportunidad de
visitarlo personalmente en su celda, pero, dados
los antecedentes de su caso –y su aparente deseo de no ser defendido-, no me
queda otra opción que valerme de estas páginas para tener contacto con usted
(1). Quiero ratificarle, de este modo, mi deseo de defenderlo en la causa
que se le sigue por el asesinato de sir Danvers Carew, así como por otras
felonías menores, tal como se detalla en la acusación presentada contra usted por
la fiscalía de Su Majestad.
Discúlpeme, entonces, si en los
párrafos siguientes puedo parecerle descortés o decididamente grosero, pero la
misión de un abogado como yo no consiste en complacer o engañar a su cliente, sino
en ser sincero y claro. No busco su
amistad, querido Mr. Hyde, sino algo mucho más etéreo y exagerado: la verdad de
su caso. Un caso que, debo adelantarlo desde ahora, es también el mío, el
de todos nosotros.
En primer lugar, es mi deber
explicarle que las acusaciones de la
fiscalía se fundan en un único documento disponible: el relato titulado “The
strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde” publicado en 1886 por un tal Robert
Louis Stevenson (1850-1894) (2). Por desgracia, como ocurre con todas las
grandes historias que han sido contada una y otra vez, adaptadas al teatro y al
cine, variadas, modificadas y convertidas, al fin, en una parte más de nuestra
memoria colectiva, la suya, el “extraño caso” que los engloba a usted y al Dr.
Jekyll, ha dejado de ser la desconcertante sorpresa que debió de escandalizar a
sus primeros lectores. Ellos no tenían la menor idea de adónde se dirigían las
especulaciones de Stevenson y de cuál era el sentido del misterio planteado por
él; nosotros, en cambio, sabemos el destino final de la narración, y eso nos
prejuicia inevitablemente hacia usted, mi pobre amigo. De ahí que no me resulte
vergonzoso revelar en estas páginas el secreto de una historia que, como decía
Borges del “Quijote”, todos creemos haber leído.
Stevenson, una especie de “alter
ego” suyo, cuenta los hechos con la sólida convicción de quien sabe administrar
el “suspense” y dirigir las dudas y los horrores de su ávido público. Stevenson enfoca toda la narración hacia un
desenlace inesperado –el más inesperado que hubiera podido pensarse en su
momento pero que, como he dicho, para nosotros ya no es sino una conclusión
sabida-, con el único objetivo de acentuar el horror de sus páginas.
Manipulando la historia como un periodista de nota roja, el escritor escocés
quiere dejar claro que el único culpable de los crímenes que ocurren en sus
páginas es usted mismo, querido Mr. Hyde.[1]
Los hechos,
tal como los presenta Stevenson, son los que siguen:
1.
Mr. Utterson, abogado del
Dr.Jekyll, se muestra alarmado porque su cliente le ha enviado un testamento
según el cual todas sus posesiones deben ser entregadas, en caso de muerte, a
un tal Mr.Hyde. Utterson conviene con un amigo, Mr. Einfeld, en que el
susodicho Mr. Hyde es un hombre de escasa confianza.
2.
Mr. Utterson sugiere la
posibilidad de que Mr. Hyde esté extorsionando al Dr. Jekyll.
3.
Tras la muerte de sir Danvers
Carew, todas las sospechas de Utterson se dirigen a Mr. Hyde.
4.
Por último, cuando en una
noche un viejo empleado del Dr.Jekyll, de nombre Poole, acude a la oficina de
Mr. Utterson para pedir ayuda porque su amo se ha encerrado en su laboratorio
pero en él no se escucha más que la voz de Mr. Hyde. Mr. Utterson no duda en
acusar a este de haber asesinado al científico.
Como puede verse, en todo momento Utterson –supuesto modelo de entereza
y de racionalismo decimonónico- no duda en mostrar su animadversión hacia
usted. Si no me falla la memoria, usted se topó con él y, por lo que he podido
saber, no surgió de ese encuentro la mejor de las afinidades posibles.
Por el contrario, a lo largo de todo el relato de Stevenson, Jekyll es
presentado ante nosotros como un hombre atormentado, como una víctima, casi
como un prisionero .Según Mr. Utterson, el comportamiento del apacible
científico, cada vez más errático y más difícil de entender, no puede deberse
sino a la nefasta influencia que usted ejerce sobre él.
En principio, le parece del todo ilógica la amistad entre dos hombres
tan distintos como ustedes. El doctor es
atento, inteligente y distinguido, ligeramente apocado, cortés y un punto
introvertido. Usted, por el contrario-no es necesario que yo lo repita- es
contrahecho y malencarado, violento y procaz y ¿por qué no decirlo ya que he de
hablar con la verdad? Muy feo. ¿Qué puede haber en común entre ustedes? La belleza
y la fealdad, como el bien y el mal, decididamente no se llevan.[2]
Y es en esta visión distorsionada, como usted ha sido capaz de
comprobar, donde se funda la eficacia narrativa de Stevenson y , por tanto, la
causa que se sigue en su contra, estimado Hyde. Los lectores –como los miembros
del tribunal- siguen los minuciosos razonamientos de Utterson, sin adivinar
cuán equivocado está: el horror de esta
historia no yace en un mero caso de corrupción humana-la suya, Mr. Hyde-, en
una simple denuncia policíaca, en un chantaje o en una extorsión, sino en los
abismos mayores del alma humana.[3]
Solo en las últimas páginas, Stevenson decide resolver el misterio, un
misterio que va más allá de la razón, pero cuidándose de no mostrar la reacción
última de Utterson y sus compañeros al descubrir lo que en realidad ha
ocurrido, dejando que sean los lectores quienes asimilen por completo la pesada
carga de la verdad. Tal como ocurre en la tragedia griega, particularmente en
“Edipo Rey”, esta solo se conoce “in extremis”, cuando se unen todas las claves
dispersas a lo largo de la historia, y no por acción humana –no por la
investigación de Utterson-, sino por un designio de la fatalidad, por la
voluntad o el capricho de los dioses.
En este caso, se trata de un sobre dejado por Jekyll a la puerta de
Utterson. En él se hallan las claves del enigma: una carta del Dr. Lanyon, el
viejo amigo de Jekyll y, por si no fuera suficiente, una confesión firmada por
este. Es ahí, en esas últimas páginas en
primera persona, donde brilla el genio de Stevenson y donde, al fin, podemos
conocer la verdadera identidad –y la vileza- del doctor Jekyll. Sí, Mr. Hyde,
ha leído usted bien: la vileza del doctor Jekyll. No la suya, no la que le han
querido achacar a usted Utterson y sus enemigos, sino la del único culpable de
esta atroz historia: el apacible, amable e inteligente Dr. Jekyll.[4]
Pero, como le he dicho antes, es una lástima que la sorpresa develada en
estas últimas páginas ya no la compartamos ninguno de los lectores modernos del
relato, demasiado acostumbrados a ella –y de ahí que yo no me avergüence
hacerla pública en esta carta-: el Dr.
Jekyll y usted, Mr. Hyde, son una misma persona.[5]
¿Una misma?, preguntará usted con cierto sobresalto. Bueno, no
exactamente. Usted es –perdone la franqueza- solo una parte del Dr. Jekyll y
no, por cierto, la mejor. Usted es,
repito, el mal que habita en el Dr. Jekyll. En su declaración final, este lo
dice claramente: los hombres están hechos de bien y de mal combinados y Edward
Hyde, “para los puntos de vista de la humanidad, era maldad pura”.
No trato de darle falsas esperanzas, Mr. Hyde, pero no me cabe duda de
que usted no es el principal verdugo de esta historia. Al contrario de lo que
Utterson creía, a mí me queda claro que usted es, en cambio, la mayor de las
víctimas. La víctima fatal de la megalomanía y la maldad –sí, la maldad- del
Dr. Henry Jekyll. En mi opinión de experto, si alguien debiera pagar por los
crímenes cometidos, ese no es usted, querido Hyde, sino su creador, su
contraparte, su demiurgo: el Dr. Jekyll.
Desafortunadamente, es como si, con el paso del tiempo, se hubiera
cumplido a cabalidad la maldición que lo ha engendrado a usted, de modo que ya
nadie parece preocuparse por el delicado e inteligente Dr. Jekyll, como si
nunca hubiese existido, para referirse y condenar solo a su imagen invertida, a
su trasunto y a su negación, es decir, a usted mismo, estimado Mr. Hyde.
Pues, aunque usted sea la
encarnación del mal posible en una persona, no hay que dejar de lado que la
decisión de hacerlo venir al mundo, de hacerlo abandonar los ocultos
territorios del corazón humano para ingresar a los estertores del mundo,
pertenece a la parte consciente del Dr.Jekyll, pues cuando una fiera abandona
el zoológico y devora a los transeúntes con los que se topa, la responsabilidad
no es de la bestia, desde luego, sino del incauto y negligente carcelero que le
ha permitido abandonar su celda.[6]
Quiero decirle, por ello, que usted cuenta con la simpatía de muchas
personas como yo. En efecto, su grandeza,
querido Hyde –la grandeza con la cual lo ha dibujado, acaso sin querer,
Stevenson- radica en haber iluminado, al
igual que el “Dorian Gray” de Wilde, que los malignos infantes que aparecen en
“The Turn of the Screw” de Henry James o que el “Frankestein” de Mary Shelley,
la maldad que anida en cada uno de nosotros[7].
El delicado poder de su historia, estimado amigo, está en descubrir que todos
nosotros poseemos una parte malvada, oculta y deforme –como usted-; en mostrar
el poder de nuestros impulsos –en un anticipo del inconsciente freudiano y, en
realidad, en una personificación del “ello” psicoanalítico-; y, en definitiva,
en hacernos ver que somos tanto hijos del demonio como de Dios mismo.
Para los anales de la ciencia, puede parecer que su caso no es sino la
dramatización de un síntoma específico, la personalidad múltiple, que comenzó a
ser diagnosticada por primera vez justo a mediados del siglo XIX. En efecto, su
caso hace pensar en esas “personalidades escindidas” o “disociadas”, como se
les conoce en la terminología psiquiátrica moderna, que permiten que una mente
se divida en dos o más compartimientos, sin otra relación aparente entre ellos
más que el habitar un mismo cuerpo. Adelantándose a las especulaciones
psicoanalíticas de Freud y Jung. Stevenson le describe a usted justo como una
“parcela” de Jekyll, como un lado oscuro que poco a poco se va apoderando del
tiempo que también le pertenece a este. Es como si la maldad fuera, por su
propia naturaleza, superior en fuerzas al bien, de modo que el equilibrio se
rompe con facilidad y la personalidad dividida de Jekyll lo lleva,
inexorablemente, a encarnarse todo el tiempo en usted, querido Hyde.
Sin embargo, no creo que estos pareceres técnicos basten para explicar
la fascinación que despierta su caso y, por lo tanto, la eficacia de su
defensa. Stevenson no ha pretendido
hacer un retrato clínico, ni siquiera un relato fantástico, sino más bien un diagnóstico,
una metáfora del alma humana. Usted, Hyde, es acusado por ser un recipiente de todo aquello que
detestamos y odiamos de nosotros, de todos nuestros vicios y nuestros pecados[8].
Y ello, debo decirlo claramente, no es justo. Atacamos la parte sin darnos
cuenta de que el verdadero mal –la curiosidad desmedida, como el Paraíso
terrenal, el ansia de sabiduría y la equiparación con Dios- está en Jekyll, es
decir, en la causa y el recipiente de todas estas pestes. Usted, querido Hyde, es “el mal mismo”, pero no por propia voluntad,
sino porque así lo demanda su naturaleza; no puede ser, de hecho, de otra
manera.
Jekyll, en cambio, es quien ha tomado las decisiones; quien ha tentado a
los demonios; y quien se ha arriesgado a bajar al infierno de sus propias
pasiones. Su aventura, llena de coraje,
hay que reconocerlo, es la que debe ser castigada, como es castigado Adán o
ese moderno Prometeo que es el doctor Frankestein, su émulo. Usted en cambio,
como el monstruo de Mary Shelley, solo merece nuestra misericordia y nuestro
perdón. Y eso es lo que pretendo conseguir de los tribunales de Su Majestad.
Lo saluda atentamente su abogado,
Jorge Volpi