domingo, 6 de noviembre de 2011

HISTORIA DEL TEATRO GRIEGO




TEATRO GRIEGO

Orígenes
El teatro occidental tiene sus orígenes en Grecia, en el ditirambo, una especie de danza de carácter religioso que se realizaba en honor del dios Dionisos. Dionisos era la deidad del vino y la fertilidad. A fines del siglo VII A. C., las representaciones del ditirambo se habían difundido por toda la antigua Grecia.
Esas danzas eran efectuadas por un grupo de cincuenta jóvenes que danzaban y cantaban por las calles de los pueblos, vestidos con pieles de macho cabrío e imitaban a las cabriolas de dichos animales. La palabra tragedia viene del griego tragos (cabra) y odé (canción).
En el siglo VI, Tespis, un poeta lírico, que viajaba en carreta de pueblo en pueblo, organizando las celebraciones de las festividades, habría tenido la idea de destacar a uno de los intérpretes del resto del coro, creando de este modo el diálogo dramático. Surgía así la forma teatral que denominamos tragedia.
Más adelante, se les asignó un lugar para las representaciones, el teatro.

            El edificio teatral –El anfiteatro
Los griegos construyeron sus teatros aprovechando la inclinación natural de una ladera. Esta inclinación servía para construir sobre ella los asientos de los espectadores, los cuales disponían de forma semicircular. Construyeron sus teatros desde un punto de vista "democrático" o sea que tanto el espectador de la primera fila como el de la última pudieran escuchar y ver la representación de la misma forma.
En un principio las gradas eran de madera, hasta que se reemplazaron por piedra.
Albergaban entre 15000 y 20000 espectadores.

           

Sectores del teatro
-auditorio–teatron-: semicircular, los espectadores rodeaban la orquestra.
-orquestra: circular, con una estatua de Dionisos en el medio, para recordar que en su honor se hacían las representaciones. Es el lugar del coro. Allí danzaban, ejecutaban instrumentos y cantaban.
-proscenio, escena: Contiguamente a la orquestra había una zona rectangular, que debió estar en alto, a la cual se accedía por medio de una escalera. Esta zona elevada rectangular es la escena. En ella se distinguía el proscenio, la escena propiamente dicha, donde el actor representaba, y la skené, inmediatamente detrás del proscenio donde existían unas habitaciones o una forma de ocultarse al público donde el actor cambiaba su máscara cuando debía cambiar de personaje o cuando debía salir de escena, etc.
-recursos mecánicos: grúas, plataformas rodantes, máquinas para producir sonidos.
            Conformación del elenco
            Actor: al principio había un actor (recordemos la idea de Tespis). Posteriormente cada uno de los dramaturgos iría añadiendo o inventando nuevos personajes: Esquilo inventa al deuteragonista (el segundo actor). Sería Sófocles el que inventara el triagonista (el tercer actor) y Eurípides seguiría en la línea de Sófocles con sólo tres actores aunque, en ocasiones, añade un cuarto, que no habla.
A medida que va creciendo el número de actores, la acción se enriquece, pero con más actores también decrece el coro. Y con ello se va perdiendo el sentido ritual y religioso del teatro griego.
Vestimenta: en la comedia, los actores usaban ropa de colores y máscaras que les cubrían toda la cabeza.
                  En la tragedia, utilizaban ropa de uso corriente, zapatos de altas plataformas, llamados coturnos, y máscaras que cubrían solo el rostro.

Coro: era un personaje colectivo. A veces representaba al pueblo, otras a la conciencia de un personaje, o hacía comentarios sobre lo que estaba sucediendo en la obra, o sobre acontecimientos pasados.
Se ubicaba en la orquestra, entre la escena y el público, de espaldas a este último.
Hacía su aparición en el espectáculo antes de que comenzara la acción y acompañaba la representación con cantos y danzas.
Solía tener un director de coro, o Corifeo, solista dentro del Coro.

Personajes
En la tragedia: solían ser dioses o miembros de la nobleza. Utilizaban lenguaje poético.
En la comedia: caricaturizaban a las clases más bajas. Utilizaban lenguaje popular.
Los actores eran exclusivamente hombres. Interpretaban los personajes femeninos usando máscaras y vestimenta acorde a tal fin.

            El espectador:
            En la tragedia: purificaba sus sentimientos más violentos. Reflexionaba sobre los nobles estados espirituales.
            En la comedia: se reía de las costumbres y los personajes de su época, y a veces, hasta de sí mismo.

            Los géneros:
Tragedia: presenta conflictos que dominan y superan a los protagonistas. Estos, llevados por sus pasiones, llegan a situaciones límite que pueden suponer la muerte de algún personaje. Tienen un final trágico.
Comedia: trata de temas divertidos, festivos o placenteros y tiene un final feliz.
Drama satírico: también llamado tragicomedia, trata sobre temas heroicos y legendarios como en la tragedia, pero también incluye elementos cómicos.

            Organización de las representaciones – Los festivales:
            Las obras se presentaban en el marco de festivales, que se realizaban en fechas determinadas dedicadas al culto del dios Dionisio. Eran gratuitos porque tenían una intención religiosa, moral y educativa, por lo tanto, se los consideraba de interés público.
            El festival más importante era el de las Grandes Dionisias, se hacía en primavera y se presentaban tres autores, quienes competían presentando tres tragedias y un drama satírico, alternando con alguna comedia.

            Los grandes dramaturgos:
El siglo V a.C., también llamado siglo de Pericles, fue una época de gran florecimiento cultural. En este siglo vivieron los que se consideran los más grandes dramaturgos griegos: Esquilo, Sófocles y Eurípides.

            El análisis de Aristóteles:
En su obra: Poética, el filósofo Aristóteles analizó a los grandes autores del siglo de Pericles. Algunos de los conceptos vertidos allí son:
-El teatro es imitación de la realidad (mímesis): la acción no es narrada, no existe la voz de un narrador que nos cuenta lo que pasa, sino que el diálogo reproduce exactamente lo sucedido, imita la realidad.
»        -Existen tres subgéneros: la tragedia, la comedia y el drama satírico, según la temática representada.
»        -Las obras respetan ciertas pautas de composición: unidad de tiempo (transcurren en una jornada), unidad de lugar (suceden en un solo espacio) y unidad de acción (tratan un tema único).
»        -La finalidad primordial del teatro es la catarsis, o sea, la purificación de las pasiones del espectador, a través de la compasión y el terror que le provoca lo que ve. Los héroes pasan del estado de felicidad al de infelicidad; el público tomaba estas historias a modo de ejemplo y sentían horror ante estos hechos. También sentía piedad por el destino del protagonista, ya que su infelicidad no era consecuencia de un acto perverso sino de un error que lo llevaba a la ruina.

Otras características:

Agón: significa lucha, enfrentamiento. En el teatro, se da: entre los autores (que competían con sus obras en el festival) y entre los personajes en la obra. De ahí los términos: protagonista (protos: el primero) que busca un objetivo y el antagonista, que se opone al anterior.

Hammartía: error fatal que comete el héroe, y que lo llevará al desenlace trágico.

Anagnórisis: el el momento en el que el héroe reconoce el error, descubre la verdad, asume su responsabilidad y acepta el castigo.

EDIPO REY de Sófocles




EDIPO REY          de Sófocles

Según el mito, el rey Layo, padre de Edipo, consultó al oráculo de Delfos cuál iba a ser el destino de su hijo, aún no nacido. La respuesta fue que iba a matar a su padre y luego se casaría con su propia madre. Para evitar que se cumpla la profecía, el rey decidió mandar a matar al niño apenas naciera. Le encarga la tarea a un servidor, pero este se compadece y entrega el bebé a un pastor. Este último, se lo da a los reyes de Corinto, Pólibo y Mérope, que no podían tener hijos. Edipo crece como príncipe de Corinto, pero un día alguien le dice que no es hijo de los reyes. Edipo recurre al oráculo de Delfos, que le repite aquello que le había dicho a Layo: que mataría a su padre y se casaría con su madre. Para evitar que la profecía se cumpla, Edipo huye de Corinto y se va hacia Tebas. En el camino, se cruza con unos hombres y los mata. Entre ellos estaba el rey Layo. A la entrada de Tebas encuentra una Esfinge, monstruo mitológico con cabeza de mujer, cuerpo de león y alas, que ha provocado una peste en Tebas. La única forma de vencer a la Esfinge es resolver un acertijo que ella plantea. “-¿Cuál es el animal que durante la mañana camina en cuatro patas, a la tarde en dos y a la noche en tres?” Edipo lo resuelve: es el hombre (en la mañana de la vida, gatea, en la adultez, camina, y en la noche –la vejez- se apoya en un bastón). El joven derrota así a la Esfinge, la mata y entra victorioso en Tebas, donde lo coronan y le dan en matrimonio a la reina viuda.

La obra Edipo Rey comienza cuando Edipo sale a las puertas del palacio donde hay un grupo de ancianos y jóvenes, en actitud suplicante.


(Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de ancianos y de jóvenes está sentado en las gradas del altar, en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el palacio. Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo en silencio. Después les dirige la palabra)

EDIPO.- ¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo ¿Por qué están en actitud sedente ante mí, coronados con ramos de suplicantes? (…) yo, porque considero justo no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, (…) dime en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estén así ante mí? (…)
SACERDOTE.- (…)La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres (…) te imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal.
EDIPO.- ¡Oh hijos dignos de lástima! Vienen a hablarme porque anhelan algo conocido y no ignorado por mí. Sé bien que todos están sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de ustedes que padezca tanto como yo. (…) muchas lágrimas he derramado yo y muchos caminos he recorrido en el curso de mis pensamientos. El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a fondo, es el que he tomado: envié a Creonte, mi propio cuñado, a la morada Pítica de Febo, a fin de que se enterara de lo que tengo que hacer o decir para proteger esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en comparación con el tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo, pues, contra lo que es razonable, lleva ausente más tiempo del fijado.
SACERDOTE.- Con oportunidad has hablado. (…) Creonte se acerca.
(…)
(Entra Creonte en escena.)
(…)
EDIPO.- Habla ante todos, ya que por ellos sufro una aflicción mayor, incluso, que por mi propia vida.
CREONTE.- Diré las palabras que escuché de parte del dios. El soberano Febo nos ordenó, claramente, arrojar de la región una mancilla que existe en esta tierra (…)
EDIPO.- ¿Con qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza de la desgracia?
CREONTE.- Con el destierro o liberando un antiguo asesinato con otro, puesto que esta sangre es la que está sacudiendo la ciudad.
EDIPO.- ¿De qué hombre denuncia tal desdicha?
CREONTE.- Teníamos nosotros, señor, en otro tiempo a Layo como soberano de esta tierra, antes de que tú rigieras rectamente esta ciudad.
EDIPO.- Lo sé por haberlo oído, pero nunca lo vi.
CREONTE.- Él murió y ahora el dios nos prescribe claramente que tomemos venganza de los culpables con violencia.
EDIPO.- ¿En qué país pueden estar? ¿Dónde podrá encontrarse la huella de una antigua culpa, difícil de investigar?
CREONTE.- Afirmó que en esta tierra. (…)
EDIPO.- ¿Se encontró Layo con esta muerte en casa, o en el campo, o en algún otro país?
CREONTE.- Tras haber marchado, según dijo, a consultar al oráculo, y una vez fuera, ya no volvió más a casa.
EDIPO.- ¿Y ningún mensajero ni compañero de viaje lo vio, de quien, informándose, pudiera sacarse alguna ventaja?
CREONTE.- Murieron, excepto uno, que huyó despavorido y sólo una cosa pudo decir con seguridad de lo que vio.
EDIPO.- ¿Cuál? Porque una sola podría proporcionarnos el conocimiento de muchas, si consiguiéramos un pequeño principio de esperanza.
CREONTE.- Decía que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron muerte, no con el rigor de una sola mano, sino de muchas.
(…)
EDIPO.- Yo lo volveré a sacar a la luz desde el principio, (…) verán también en mí, con razón, a un aliado para vengar a esta tierra al mismo tiempo que al dios. Pues no para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo alejaré yo en persona esta mancha. El que fuera el asesino de aquél tal vez también de mí podría querer vengarse con violencia semejante. Así, pues, auxiliando a aquél me ayudo a mí mismo.
(…)
El Coro invoca la ayuda de los dioses con diferentes cánticos. Edipo le habla al Coro:

EDIPO.- (…) les diré a todos ustedes, cadmeos, lo siguiente: aquel de ustedes que sepa por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le ordeno que me lo revele todo y, si siente temor, que aleje la acusación que pesa contra sí mismo, ya que ninguna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país. Si alguien, a su vez, conoce que el autor es otro de otra tierra, que no calle. Yo le concederé la recompensa a la que se añadirá mi gratitud. Si, por el contrario, callan y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar esta orden, lo que haré con ellos deben escucharme. Prohíbo que en este país, del que yo poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre (…) Mando que todos lo expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el oráculo pítico del dios. Ésta es la clase de alianza que yo tengo para con la divinidad y para el muerto. Y pido solemnemente que, el que a escondidas lo ha hecho, sea en solitario, sea en compañía de otros, desventurado, consuma su miserable vida de mala manera. E impreco para que, si llega a estar en mi propio palacio y yo tengo conocimiento de ello, padezca yo lo que acabo de desear para éstos.
(…) yo soy el que me encuentro con el poder que antes tuvo aquél, en posesión del lecho y de la mujer fecundada, igualmente, por los dos, y hubiéramos tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su descendencia no se hubiera malogrado -pero la adversidad se lanzó contra su cabeza-, por todo esto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos los medios tratando de capturar al autor del asesinato

Edipo manda a buscar a un sabio, el ciego Tiresias. Este se niega a decir lo que sabe. Edipo se enoja y Tiresias le dice:

TIRESIAS.- Yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra. (…) tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando.

Edipo cree que es una conspiración entre Tiresias y Creonte (su cuñado) para que este último se quede con el trono. Tiresias le dice:

TIRESIAS.- Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de replicarte, al menos con palabras semejantes. (…) Y puesto que me has echado en cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida. ¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente, entonces estarás en la oscuridad.
EDIPO.- ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido?
TIRESIAS.- No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.
EDIPO.- No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio.
Tiresias.- Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te engendraron era juicioso.
EDIPO.- ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el ser?
TIRESIAS.- Este día te engendrará y te destruirá.
EDIPO.- ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo!
TIRESIAS.- ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para interpretarlo?
EDIP0.- Échame en cara, precisamente, aquello en lo que me encuentras grande.
TIRESIAS.- Esa fortuna, sin embargo, te hizo perecer.
EDIPO.- Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa.
TIRESIAS.- En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme.
EDIPO.- Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y, una vez fuera, puede ser que no atormentes más.
TIRESIAS.- Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo, está aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto.
(Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio.)
Edipo discute con Creonte, acusándolo de traición. Sale Yocasta, la esposa de Edipo, del palacio e intenta parar la discusión entre los dos hombres. Sin resolver la disputa, Creonte se aleja y quedan Edipo y Yocasta hablando. Edipo le cuenta a Yocasta sobre la acusación de Tiresias y ella le dice:

YOCASTA.- Tú, ahora, liberándote a ti mismo de lo que dices, escúchame y aprende que nadie que sea mortal tiene parte en el arte adivinatoria. La prueba de esto te la mostraré en pocas palabras. Una vez le llegó a Layo un oráculo -no diré que del propio Febo, sino de sus servidores- que decía que tendría el destino de morir a manos del hijo que naciera de mí y de él. Sin embargo, a él, al menos según el rumor, unos bandoleros extranjeros lo mataron en una encrucijada de tres caminos. Por otra parte, no habían pasado tres días desde el nacimiento del niño cuando Layo, después de atarle juntas las articulaciones de los pies, le arrojó, por la acción de otros, a un monte infranqueable. Por tanto, Apolo ni cumplió el que éste llegara a ser asesino de su padre ni que Layo sufriera a manos de su hijo la desgracia que él temía. Afirmo que los oráculos habían declarado tales cosas. Por ello, tú para nada te preocupes, pues aquello en lo que el dios descubre alguna utilidad, él en persona lo da a conocer sin rodeos.
EDIPO.- Al acabar de escucharte, mujer, ¡qué delirio se ha apoderado de mi alma y qué agitación de mis sentidos!
CREONTE.- ¿A qué preocupación te refieres que te ha hecho volverte sobre tus pasos?
EDIPO.- Me pareció oírte que Layo había sido muerto en una encrucijada de tres caminos.
YOCASTA.- Se dijo así y aún no se ha dejado de decir.
EDIPO.- ¿Y dónde se encuentra el lugar ese en donde ocurrió la desgracia?
YOCASTA.- Fócide es llamada la región, y la encrucijada hace confluir los caminos de Delfos y de Daulia.
EDIPO.- ¿Qué tiempo ha transcurrido desde estos acontecimientos?
YOCASTA.- Poco antes de que tú aparecieras con el gobierno de este país, se anunció eso a la ciudad.
EDIPO.- ¡Oh Zeus! ¿Cuáles son tus planes para conmigo?
YOCASTA.- ¿Qué es lo que te desazona, Edipo?
EDIPO.- Todavía no me interrogues. Y dime, ¿qué aspecto tenía Layo y de qué edad era?
YOCASTA.- Era fuerte, con los cabellos desde hacía poco encanecidos, y su figura no era muy diferente de la tuya.
EDIPO.- ¡Ay de mí, infortunado! Me parece que acabo de precipitarme a mí mismo, sin saberlo, en terribles maldiciones.
YOCASTA.- ¿Cómo dices? No me atrevo a dirigirte la mirada, señor.
EDIPO.- Me pregunto, con tremenda angustia, si el adivino no estaba en lo cierto, y me lo demostrarás mejor, si aún me revelas una cosa.
YOCASTA.- En verdad que siento temor, pero a lo que me preguntes, si lo sé, contestaré.
EDIPO.- ¿Iba de incógnito, o con una escolta numerosa cual corresponde a un rey?
YOCASTA.- Eran cinco en total. Entre ellos había un heraldo. Sólo un carro conducía a Layo.
EDIPO.- ¡Ay, ay! Esto ya está claro. ¿Quién fue el que entonces les anunció las nuevas, mujer?
YOCASTA.- Un servidor que llegó tras haberse salvado sólo él.
EDIPO.- ¿Por casualidad se encuentra ahora en palacio?
YOCASTA.- No, por cierto. Cuando llegó de allí y vio que tú regentabas el poder y que Layo estaba muerto, me suplicó, encarecidamente, cogiéndome la mano, que lo enviara a los campos y al pastoreo de rebaños para estar lo más alejado posible de la ciudad. Yo lo envié, porque, en su calidad de esclavo, era digno de obtener este reconocimiento y aún mayor.
EDIPO.- ¿Cómo podría llegar junto a nosotros con rapidez?
YOCASTA.- Es posible. Pero ¿por qué lo deseas?
EDIPO.- Temo por mí mismo, oh mujer, haber dicho demasiadas cosas. Por ello, quiero verlo.
YOCASTA.- Está bien, vendrá, pero también yo merezco saber lo que te causa desasosiego, señor.
EDIPO.- Y no serás privada, después de haber llegado yo a tal punto de zozobra. Pues, ¿a quién mejor que a ti podría yo hablar, cuando paso por semejante trance?
Mi padre era Pólibo, corintio, y mi madre Mérope, doria. Era considerado yo como el más importante de los ciudadanos de allí hasta que me sobrevino el siguiente suceso, digno de admirar, pero, sin embargo, no proporcionado al ardor que puse en ello. He aquí que en un banquete, un hombre saturado de bebida, refiriéndose a mí, dice, en plena embriaguez, que yo era un falso hijo de mi padre. Yo, disgustado, a duras penas me pude contener a lo largo del día, pero, al siguiente, fui junto a mi padre y mi madre y les pregunté. Ellos llevaron a mal la injuria de aquel que había dejado escapar estas palabras. Yo me alegré con su reacción; no obstante, eso me atormentaba sin cesar, pues me había calado hondo.
Sin que mis padres lo supieran, me dirigí a Delfos, y Febo me despidió sin atenderme en aquello por lo que llegué, sino que se manifestó anunciándome, infortunado de mí, terribles y desgraciadas calamidades: que estaba fijado que yo tendría que unirme a mi madre y que traería al mundo una descendencia insoportable de ver para los hombres y que yo sería asesino del padre que me había engendrado.
Después de oír esto, calculando a partir de allí la posición de la región corintia por las estrellas, iba, huyendo de ella, adonde nunca viera cumplirse las atrocidades de mis funestos oráculos.
En mi caminar llego a ese lugar en donde tú afirmas que murió el rey. Y a ti, mujer, te revelaré la verdad. Cuando en mi viaje estaba cerca de ese triple camino, un heraldo y un hombre, cual tú describes, montado sobre un carro tirado por potros, me salieron al encuentro. El conductor y el mismo anciano me arrojaron violentamente fuera del camino. Yo, al que me había apartado, al conductor del carro, lo golpeé movido por la cólera. Cuando el anciano ve desde el carro que me aproximo, apuntándome en medio de la cabeza, me golpea con la pica de doble punta. Y él no pagó por igual, sino que, inmediatamente, fue golpeado con el bastón por esta mano y, al punto, cae redondo de espaldas desde el carro. Maté a todos.
Si alguna conexión hay entre Layo y este extranjero, ¿quién hay en este momento más infortunado que yo? ¿Qué hombre podría llegar a ser más odiado por los dioses, cuando no le es posible a ningún extranjero ni ciudadano recibirlo en su casa ni dirigirle la palabra y hay que arrojarlo de los hogares? Y nadie, sino yo, es quien ha lanzado sobre mí mismo tales maldiciones. Mancillo el lecho del muerto con mis manos, precisamente con las que lo maté. ¿No soy yo, en verdad, un canalla? ¿No soy un completo impuro? Si debo salir desterrado, no me es posible en mi destierro ver a los míos ni pisar mi patria, a no ser que me vea forzado a unirme en matrimonio con mi madre y a matar a Pólibo, que me crió y engendró. ¿Acaso no sería cierto el razonamiento de quien lo juzgue como venido sobre mí de una cruel divinidad? ¡No, por cierto, oh sagrada majestad de los dioses, que no vea yo este día, sino que desaparezca de entre los mortales antes que ver que semejante deshonor impregnado de desgracia llega sobre mí!
CORIFEO. A nosotros, oh rey, nos parece esto motivo de temor, pero mientras no lo conozcas del todo por boca del que estaba presente, ten esperanza.
EDIPO.- En verdad, ésta es la única esperanza que tengo: aguardar al pastor.
YOCASTA.- Y cuando él haya aparecido, ¿qué esperas que suceda?
EDIPO.- Yo te lo diré. Si descubrimos que dice lo mismo que tú, yo podría ponerme a salvo de esta calamidad.
YOCASTA.- ¿Qué palabras especiales me has oído?
EDIPO.- Decías que él afirmó que unos ladrones lo habían matado. Si aún confirma el mismo número, yo no fui el asesino, pues no podría ser uno solo igual a muchos. Pero si dice que fue un hombre que viajaba en solitario, está claro: el delito me es imputable.
YOCASTA.- Ten por seguro que así se propagó la noticia, y no le es posible desmentirla de nuevo, puesto que la ciudad, no yo sola, lo oyó. Y si en algo se apartara del anterior relato, ni aun entonces mostrará que la muerte de Layo se cumplió debidamente, porque Loxias dijo expresamente que se llevaría a cabo por obra de un hijo mío. Sin embargo, aquél, infeliz, nunca lo pudo matar, sino que él mismo sucumbió antes. De modo que en materia de adivinación yo no podría dirigir la mirada ni a un lado ni a otro.
EDIPO.- Haces un sensato juicio. Pero, no obstante, envía a alguien para que haga venir al labriego y no lo descuides.
(Entran en palacio.)

Llega un mensajero de Corinto con la noticia de que el rey ha muerto víctima de una enfermedad. Esta noticia alivia a Edipo. Si su padre no murió asesinado, entonces el oráculo se equivocó. El único temor que le queda es la posibilidad de casarse con Mérope, la reina viuda.

YOCASTA.- Tú no sientas temor ante el matrimonio con tu madre, pues muchos son los mortales que antes se unieron también a su madre en sueños. Aquel para quien esto nada supone más fácilmente lleva su vida.

Sin embargo, el alivio no dura mucho:

MENSAJERO.- ¿Cuál es la mujer por la que temen?
EDIPO.- Por Mérope, anciano, con la que vivía Pólibo.
MENSAJERO.- ¿Qué hay en ella que los induzca al temor?
EDIPO.- Un oráculo terrible de origen divino, extranjero (…) afirmó, hace tiempo, que yo había de unirme con mi propia madre y tomar en mis manos la sangre de mi padre. Por este motivo habito desde hace años muy lejos de Corinto.
MENSAJERO.- ¿Acaso por temor a estas cosas estabas desterrado de allí? (…)
MENSAJERO.- ...si por esta causa rehúyes volver a casa! (…)
MENSAJERO.- ¿No sabes que, con razón, nada debes temer?
EDIPO.- ¿Cómo no, si soy hijo de esos padres?
MENSAJERO.- Porque Pólibo nada tenía que ver con tu linaje.
EDIPO.- ¿Cómo dices? ¿Que no me engendró Pólibo?
MENSAJERO.- No te engendramos ni aquél ni yo.
EDIPO.- Entonces, ¿en virtud de qué me llamaba hijo?
MENSAJERO.- Por haberte recibido como un regalo -entérate- de mis manos.
EDIPO.- Y ¿a pesar de haberme recibido así de otras manos, logró amarme tanto?
MENSAJERO.- La falta hasta entonces de hijos lo persuadió del todo.
Edipo.- Y tú, ¿me habías comprado o encontrado cuando me entregaste a él?
MENSAJERO.- Te encontré en los desfiladeros selvosos del Citerón.
EDIPO.- ¿Por qué recorrías esos lugares?
MENSAJERO.- Allí estaba al cuidado de pequeños rebaños montaraces.
EDIPO.- ¿Eras pastor y nómada a sueldo?
MENSAJERO.- Y así fui tu salvador en aquel momento.
EDIPO.- ¿Y de qué mal estaba aquejado cuando me tomaste en tus manos?
MENSAJERO.- Las articulaciones de tus pies te lo pueden testimoniar.
EDIPO.- ¡Ay de mí! ¿A qué antigua desgracia te refieres con esto?
MENSAJERO.- Yo te desaté, pues tenías perforados los tobillos.
EDIPO.- ¡Bello ultraje recibí de mis pañales!
MENSAJERO.- Hasta el punto de recibir el nombre que llevas por este suceso.
EDIPO.- ¡Oh, por los dioses! ¿De parte de mi madre o de mi padre lo recibí? Dímelo.
MENSAJERO.- No lo sé. El que te entregó a mí conoce esto mejor que yo.
EDIPO.- Entonces, ¿me recibiste de otro y no me encontraste por ti mismo?
MENSAJERO.- No, sino que otro pastor me hizo entrega de ti.
EDIPO.- ¿Quién es? ¿Sabes darme su nombre?
MENSAJERO.- Por lo visto era conocido como uno de los servidores de Layo.
EDIPO.- ¿Del rey que hubo, en otro tiempo, en esta tierra?
MENSAJERO.- Sí, de ese hombre era él pastor.
EDIPO.- ¿Está aún vivo ese tal como para poder verme?

Yocasta, preocupada, le pide a Edipo que no investigue más. Pero Edipo quiere llegar hasta el fondo y averiguar la verdad. Yocasta entra al palacio, visiblemente alterada.

CORIFEO.- ¿Por qué se ha ido tu esposa, Edipo, tan precipitadamente bajo el peso de una profunda aflicción? Tengo miedo de que de este silencio estallen desgracias.
EDIPO.- Que estalle lo que quiera ella. Yo sigo queriendo conocer mi origen, aunque sea humilde.
(Entra el anciano pastor acompañado de dos esclavos.)
EDIPO.- A ti te pregunto en primer lugar, al extranjero corintio: ¿es de ése de quien hablabas?
MENSAJERO.- De éste que contemplas.
EDIPO.- Eh, tú, anciano, acércate y, mirándome, contesta a cuanto te pregunte. ¿Perteneciste, en otro tiempo, al servicio de Layo?
SERVIDOR.- Sí, como esclavo no comprado, sino criado en la casa.
EDIPO.- ¿En qué clase de trabajo te ocupabas o en qué tipo de vida?
SERVIDOR.- La mayor parte de mi vida conduje rebaños.
EDIPO.- ¿En qué lugares habitabas sobre todo?
SERVIDOR.- Unas veces, en el Citerón; otras, en lugares colindantes.
EDIPO.- ¿Eres consciente de haber conocido allí a este hombre en alguna parte?
SERVIDOR.- ¿En qué se ocupaba? ¿A qué hombre te refieres?
EDIPO.- Al que está aquí presente. ¿Tuviste relación con él alguna vez?
SERVIDOR.- No como para poder responder rápidamente de memoria.
MENSAJERO.- No es nada extraño, señor. Pero yo refrescaré claramente la memoria del que no me reconoce. Estoy bien seguro de que se acuerda cuando, en el monte Citerón, él con doble rebaño y yo con uno, convivimos durante tres períodos enteros de seis meses, desde la primavera hasta Arturo. Ya en el invierno yo llevaba mis rebaños a los establos, y él, a los apriscos de Layo. ¿Cuento lo que ha sucedido o no?
SERVIDOR.- Dices la verdad, pero ha pasado un largo tiempo.
MENSAJERO.- ¡Ea! Dime, ahora, ¿recuerdas que entonces me diste un niño para que yo lo criara como un retoño mío?
SERVIDOR.- ¿Qué ocurre? ¿Por qué te informas de esta cuestión?
MENSAJERO.- Éste es, querido amigo, el que entonces era un niño.
SERVIDOR.- ¡Así te pierdas! ¿No callarás?
EDIPO.- ¡Ah! No lo reprendas, anciano, ya que son tus palabras, más que las de éste, las que requieren un reprensor.
SERVIDOR.- ¿En qué he fallado, oh el mejor de los amos?
EDIPO.- No hablando del niño por el que éste pide información.
SERVIDOR.- Habla, y no sabe nada, sino que se esfuerza en vano.
EDIPO.- Tú no hablarás por tu gusto, y tendrás que hacerlo llorando.
SERVIDOR.- ¡Por los dioses, no maltrates a un anciano como yo!
EDIPO.- ¿No le atará alguien las manos a la espalda cuanto antes?
SERVIDOR.- ¡Desdichado! ¿Por qué? ¿De qué más deseas enterarte?
EDIPO.- ¿Le entregaste al niño por el que pregunta?
SERVIDOR.- Lo hice y ¡ojalá hubiera muerto ese día!
EDIPO.- Pero a esto llegarás, si no dices lo que corresponde.
SERVIDOR.- Me pierdo mucho más aún si hablo.
EDIPO.- Este hombre, según parece, se dispone a dar rodeos.
SERVIDOR.- No, yo no, pues ya he dicho que se lo entregué.
EDIPO.- ¿De dónde lo habías tomado? ¿Era de tu familia o de algún otro?
SERVIDOR.- Mío no. Lo recibí de uno.
EDIPO.- ¿De cuál de estos ciudadanos y de qué casa?
SERVIDOR.- ¡No, por los dioses, no me preguntes más, mi señor!
EDIPO.- Estás muerto, si te lo tengo que preguntar de nuevo.
SERVIDOR.- Pues bien, era uno de los vástagos de la casa de Layo.
EDIPO.- ¿Un esclavo, o uno que pertenecía a su linaje?
SERVIDOR.- ¡Ay de mí! Estoy ante lo verdaderamente terrible de decir.
EDIPO.- Y yo de escuchar; pero, sin embargo, hay que oírlo.
SERVIDOR.- Era tenido por hijo de aquél. Pero la que está dentro, tu mujer, es la que mejor podría decir cómo fue.
EDIPO.- ¿Ella te lo entregó?
SERVIDOR.- Sí, en efecto, señor.
EDIPO.- ¿Con qué fin?
SERVIDOR.- Para que lo matara.
EDIPO.- ¿Habiéndolo engendrado ella, desdichada?
SERVIDOR.- Por temor a funestos oráculos.
EDIPO.- ¿A cuáles?
SERVIDOR - Se decía que él mataría a sus padres.
EDIPO.- Y ¿cómo, en ese caso, tú lo entregaste a este anciano?
SERVIDOR.- Por compasión, oh señor, pensando que se lo llevaría a otra tierra de donde él era. Y éste lo salvó para los peores males. Pues si eres tú, en verdad, quien él asegura, sábete que has nacido con funesto destino.
EDIPO.- ¡Ay, ay! Todo se cumple con certeza. ¡Oh luz del día, que te vea ahora por última vez! ¡Yo que he resultado nacido de los que no debía, teniendo relaciones con los que no podía y habiendo dado muerte a quienes no tenía que hacerlo!
(Entra en palacio.)
(…)
(Sale un mensajero del palacio.)

CORIFEO.- Los hechos que conocíamos son ya muy lamentables. Además de aquéllos, ¿qué anuncias?
MENSAJERO.- Las palabras más rápidas de decir y de entender: ha muerto la divina Yocasta.
CORIFEO.- ¡Oh desventurada! ¿Por qué causa?
MENSAJERO.- Ella, por sí misma. (….) Cuando, dejándose llevar por la pasión atravesó el vestíbulo, se lanzó derechamente hacia la cámara nupcial mesándose los cabellos con ambas manos. Una vez que entró, echando por dentro los cerrojos de las puertas, llama a Layo, muerto ya desde hace tiempo, y le recuerda su antigua simiente, por cuyas manos él mismo iba a morir y a dejar a su madre como funesto medio de procreación para sus hijos. Deploraba el lecho donde, desdichada, había engendrado una doble descendencia: un esposo de un esposo y unos hijos de hijos.
Y, después de esto, ya no sé cómo murió; pues Edipo, dando gritos, se precipitó y, por él, no nos fue posible contemplar hasta el final el infortunio de aquélla; más bien dirigíamos la mirada hacia él mientras daba vueltas. (…) Y gritando de horrible modo, como si alguien lo guiara, se lanzó contra las puertas dobles y, combándolas, abate desde los puntos de apoyo los cerrojos y se precipita en la habitación en la que contemplamos a la mujer colgada, suspendida del cuello por retorcidos lazos. Cuando él la ve, el infeliz, lanzando un espantoso alarido, afloja el nudo corredizo que la sostenía. Una vez que estuvo tendida, la infortunada, en tierra, fue terrible de ver lo que siguió: arrancó los dorados broches de su vestido con los que se adornaba y, alzándolos, se golpeó con ellos las cuencas de los ojos, al tiempo que decía cosas como éstas: que no lo verían a él, ni los males que había padecido, ni los horrores que había cometido, sino que estarían en la oscuridad el resto del tiempo para no ver a los que no debía y no conocer a los que deseaba.
Haciendo tales imprecaciones una y otra vez  -que no una sola-, se iba golpeando los ojos con los broches. Las pupilas ensangrentadas teñían las mejillas y no destilaban gotas chorreantes de sangre, sino que todo se mojaba con una negra lluvia y granizada de sangre.
(…)
CORIFEO.- ¿Y ahora se encuentra el desdichado en alguna tregua de su mal?
MENSAJERO.- Está gritando que se descorran los cerrojos y que muestren a todos los Cadmeos al homicida, al que de su madre... profiriendo expresiones impías, impronunciables para mí, como si se fuera a desterrar él mismo de esta tierra y a no permanecer más en el palacio, estando como está sujeto a la maldición que lanzó. Lo cierto es que requiere un soporte y un guía, pues la desgracia es mayor de lo que se puede tolerar. Te lo mostrará también a ti, pues se abren los cerrojos de las puertas. Pronto podrás ver un espectáculo tal, como para mover a compasión, incluso, al que lo odiara.
(Se abren las puertas del palacio y aparece Edipo con la cara ensangrentada, andando a tientas.)
CORO.
¡Oh sufrimiento terrible de contemplar para los hombres! ¡Oh el más espantoso de todos cuantos yo me he encontrado! ¿Qué locura te ha acometido, oh infeliz? ¡Ay, ay, desdichado! Pero ni contemplarte puedo, a pesar de que quisiera hacerte muchas preguntas, enterarme de muchas cosas y observarte mucho tiempo. ¡Tal horror me inspiras!
EDIPO.- ¡Ah, ah, desgraciado de mí! ¿A qué tierra seré arrastrado, infeliz? ¿Adónde se me irá volando, en un arrebato, mi voz? ¡Ay, destino! ¡Adónde te has marchado?
(…)
EDIPO.- No hubiera llegado a ser asesino de mi padre, ni me habrían llamado los mortales esposo de la que nací. Ahora, en cambio, estoy desasistido de los dioses, soy hijo de impuros, tengo hijos comunes con aquella de la que yo mismo -¡desdichado!- nací. Y si hay un mal aún mayor que el mal, ése alcanzó a Edipo.
CORIFEO.- No veo el modo de decir que hayas tomado una buena decisión. Sería preferible que ya no existieras a vivir ciego.
EDIPO.- No intentes decirme que esto no está así hecho de la mejor manera, ni me hagas ya recomendaciones. No sé con qué ojos, si tuviera vista, hubiera podido mirar a mi padre al llegar al Hades, ni tampoco a mi desventurada madre, porque para con ambos he cometido acciones que merecen algo peor que la horca. Pero, además, ¿acaso hubiera sido deseable para mí contemplar el espectáculo que me ofrecen mis hijos, nacidos como nacieron? No por cierto, al menos con mis ojos.

Edipo se sigue lamentando, hasta que entra Creonte.

CREONTE.- No he venido a burlarme, Edipo, ni a echarte en cara ninguno de los ultrajes de antes. (Dirigiéndose al Coro.) …métanlo en casa; porque lo más piadoso es que las deshonras familiares sólo las vean y escuchen los que forman la familia.
(…)
EDIPO.- Arrójame enseguida de esta tierra, donde no pueda ser abordado por ninguno de los mortales. (…) Dispón tú, personalmente, el enterramiento que gustes de la que está en casa. Pues, con rectitud, cumplirás con los tuyos. En cuanto a mí, que esta ciudad paterna no consienta en tenerme como habitante mientras esté con vida (…) Por mis hijos varones no te preocupes, Creonte, pues hombres son, de modo que, donde fuera que estén, no tendrán nunca falta de recursos. Pero a mis pobres y desgraciadas hijas, para las que nunca fue dispuesta mi mesa aparte de mí, sino que de cuanto yo gustaba, de todo ello participaban siempre, a éstas cuídamelas. Y, sobre todo, permíteme tocarlas con mis manos y deplorar mis desgracias.

(Entran Antígona e Ismene conducidas por un siervo.)

EDIPO.- ¡Oh hijas! ¿Dónde están? Vengan aquí, acérquense a estas fraternas manos mías (…)Lloro por ustedes dos -pues no puedo mirarlas-, cuando pienso qué amarga vida les queda y cómo será preciso que pasen sus vidas ante los hombres. ¿A qué reuniones de ciudadanos llegarán, a qué fiestas, de donde no vuelvan a casa bañadas en lágrimas, en lugar de gozar del festejo? Y cuando lleguen a la edad de las bodas, ¿quién será, quién, oh hijas, el que se expondrá a aceptar semejante oprobio, que resultará una ruina para ustedes dos como, igualmente, lo fue para mis padres? ¿Cuál de los crímenes está ausente? El padre de ustedes mató a su padre, fecundó a la madre en la que él mismo había sido engendrado y las tuvo a ustedes de la misma de la que él había nacido. Tales reproches soportarán. Según eso, ¿quién querrá desposarlas? No habrá nadie, oh hijas, sino que seguramente será preciso que se consuman estériles y sin bodas.
(…)
CREONTE.- Basta ya de gemir. Entra en palacio.
EDIPO.- Te obedeceré, aunque no me es agradable.
CREONTE.- Todo está bien en su momento oportuno.
EDIPO.- ¿Sabes bajo qué condiciones me iré?
CREONTE.- Me lo dirás y, al oírlas, me enteraré.
EDIPO.- Que me envíes desterrado del país.
(…)

EDIPO.- Sácame ahora ya de aquí.
CREONTE.- Márchate y suelta a tus hijas.
EDIPO.- En modo alguno me las arrebates.
CREONTE.- No quieras vencer en todo, cuando, incluso aquello en lo que triunfaste, no te ha aprovechado en la vida.
(Entran todos en palacio.)
CORIFEO.- ¡Oh habitantes de mi patria, Tebas, miren: he aquí a Edipo, el que solucionó los famosos enigmas y fue hombre poderosísimo; aquel al que los ciudadanos miraban con envidia por su destino! ¡En qué cúmulo de terribles desgracias ha venido a parar! De modo que ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso.


ANÁLISIS DE LA OBRA

Edipo Rey es una tragedia basada en un mito bien conocido por los griegos que asistían al teatro. Sin embargo, esto no restaba interés para los espectadores. Lo que importa no es la novedad, sino la recreación del mito y de las consecuencias funestas que sufre el héroe trágico a causa de su error.
La obra es una tragedia, pues cumple las tres condiciones necesarias para serlo: poseer personajes eminentes, de elevada condición social, estar contada en un lenguaje solemne y elevado y terminar con la muerte, suicidio o locura de uno o varios personajes sacrificados por rebelarse contra las leyes del destino.

TEMAS:
La predestinación
Los griegos pensaban que los hombres eran marionetas de los dioses, y que nada podían hacer contra sus caprichosos designios (o sea, no existe el libre albedrío, la capacidad de cambiar el propio destino). En Edipo Rey vemos cómo el héroe se precipita hacia ese destino inapelable, sin que nada pueda torcerlo.

La búsqueda de la verdad
A lo largo de la obra, Edipo busca descubrir la verdad, primero sobre la identidad del asesino de Layo y luego sobre su origen.

LOS ORÁCULOS
La concepción de Sófocles sobre el mundo es profundamente religiosa; en su teatro el hombre está en constante coloquio con la divinidad, por medio de los oráculos y de los adivinos: hay un contraste inconciliable entre los designios humanos y el gobierno divino.
En la obra hay varias apariciones del oráculo y de la adivinación. Te invito a buscarlas en el texto y vas a comprobar que son un eje medular de esta tragedia.

ALGO MÁS SOBRE EDIPO:

-El nombre “Edipo” significa “el de los pies hinchados”. El término proviene del hecho de que Edipo fue colgado de los pies a un árbol y eso le provocó la inflamación.

-Algunos consideran a esta obra como el primer relato policial de enigma. Buscá en el argumento las razones que avalarían esta teoría.

-El tópico sicoanalítico del complejo de Edipo, nace del análisis que Sigmund Freud hizo de esta obra. Freud fue un médico austríaco, creador del psicoanálisis. A partir de la lectura de Edipo Rey, elaboró una teoría denominada “complejo de Edipo” que postula que el hijo varón se apega a su madre y “odia” a su padre, por considerarlo un “rival”. Por eso, quisiera “matar” a su padre para “casarse” con su madre. Las comillas indican que los términos utilizados son metafóricos.

EDIPO EN EL HUMOR

Les dejo un video del grupo humorístico-musical Les Luthiers contando y cantando la historia de Edipo.

Y les copio la letra, para que puedan seguirlo mejor

Epopeya de Edipo de Tebas
 
De Edipo de Tebas haciendo memoria
os cuento la historia con penas y glorias,
de Edipo de Tebas.

Le dijo el oraculo, Edipo, tu vida
se pone movida, seras parricida,
le dijo el oraculo.

Seguia diciendo, si bien yo detesto
hablarte de esto, se viene, se viene un incesto,
seguia diciendo.

Sabiendo tal cosa, su padre, el rey Layo,
veloz como un rayo le dijo a un lacayo,
sabiendo tal cosa:

Te iras con mi hijo, no quiero que crezca,
haz tu que perezca como te parezca,
te iras con mi hijo.

Cumplida la orden, el muy desdichado,
con los pies atados, quedose, quedose colgado,
cumplida la orden.

Edipo salvose y a Layo matolo,
peleandolo el solo al cielo enviolo,
Edipo salvose.

Semanas mas tarde, a Tebas avanza,
resolver alcanza cierta adivinanza,
semanas mas tarde.

La Esfinge de Tebas, al ser derrotada,
se ofusca, se enfada, y se hace, y se hace pomada,
la Esfinge de Tebas.

Y sin darse cuenta, casado el esta,
con quien saben ya, su propia mama!
y sin darse cuenta...

De sus propios hijos hay largas secuelas,
y aunque esto le duela, Yocasta es abuela,
de sus propios hijos.

Edipo al saberlo en una entrevista
con su analista se quita, se quita la vista,
Edipo al saberlo.

Al ver a una esfinge planteando un dilema,
huid del problema cambiando de tema,
al ver a una esfinge.

Madres amantes, tomad precauciones
con las efusiones de hijos varones,
madres amantes.

Por no repetir la historia nefasta
de Edipo y Yocasta, lo dicho, lo dicho ya basta,
por no repetir.
Fuente: musica.com

TEATRO ISABELINO -MACBETH de Shakespeare




TEATRO ISABELINO

Isabel reinó en Inglaterra entre 1558 y 1603. En este período escribió Shakespeare sus obras. Shakespeare, como otros autores y actores, formaba de parte de una compañía teatral. Estas compañías, muchas veces eran ayudadas económicamente por nobles. Esta relación se denominaba “patronazgo”.

Las características del teatro isabelino son muy distintas de las del teatro clásico. Hay libertad creativa y se rompe con la preceptiva enunciada por Aristóteles en su Poética, que en épocas anteriores se había seguido respetando.

Algunas de las características de las obras de Shakespeare son:

Ø  Organización de las tramas: muchos enredos, equívocos. Desarrollo de acciones simultáneas: se muestra lo que sucede en un lugar y luego lo que está sucediendo en ese mismo momento, en otra parte.
Ø  Poca escenografía: los espacios se construyen con la palabra. Esto otorga libertad creativa porque no dependen de una escenografía que, a veces, por lo costosa, no se hubiera podido construir.
Ø  Reflexión sobre temas de la época: independientemente del conflicto planteado en la obra, muchas veces los personajes reflexionan sobre temas universales (“¿Ser o no ser?”)
Ø  -No se respetan las unidades aristotélicas de tiempo, lugar y acción.
Ø  No se separan rígidamente lo trágico y lo cómico: en algunas tragedias aparecen elementos cómicos.
Ø  Personajes complejos y pasionales: reflexionan sobre sus dudas y sus miedos, y el recurso utilizado para transmitirlo al espectador es el monólogo.




MACBETH    de William Shakespeare

Luego de triunfar en una batalla, los oficiales del rey Duncan, Macbeth y Banquo, se encuentran en un bosque con tres brujas. Ellas presagian que Macbeth será nombrado señor de Caudor y luego rey, y a Banquo, que engendrará reyes. Macbeth es nombrado señor de Caudor y le cuenta a la mujer cómo se cumplió la primera parte del presagio. Juntos, planifican hacer que se cumpla la segunda parte, matando al rey Duncan para que Macbeth se transforme en rey de Escocia. Lo hacen y los hijos del rey muerto escapan al exterior para que no los maten por ser ellos los legítimos herederos. Macbeth se convierte en rey, pero para sostenerse en el trono, recurre a varios asesinatos y conspiraciones. Un grupo de nobles patriotas prepara, desde el exilio, una conspiración para derribar a Macbeth. Este se prepara para enfrentárseles y, mientras tanto, su mujer, Lady Macbeth, ha enloquecido por la culpa. Así se inicia el Acto V.

ACTO V
Escena I
En una habitación del castillo de Dunsinania.
(Entran un MÉDICO y una DAMA de compañía)

MÉDICO. -He velado dos noches con vos, mas no he visto que sea cierta vuestra historia. ¿Cuándo fue la última vez que paseó dormida?
DAMA -Desde que Su Majestad salió con el ejército la he visto levantarse, ponerse la bata, abrir su escritorio, sacar papel, doblarlo, escribir en él, leerlo, sellarlo y después acostarse. Y todo en el más profundo sueño.
MÉDICO. -Gran alteración de la naturaleza, gozar el beneficio del sueño a la vez que conducirse igual que en la vigilia. En tal trastorno soñoliento, además de caminar y otras acciones, ¿la habéis oído decir algo alguna vez?
DAMA. -Sí, señor. Cosas que no repetiré. 
MÉDICO. -Conmigo podéis y conviene que lo hagáis. 
DAMA. -Ni con vos ni con nadie, no teniendo testigos que me apoyen.
(Entra LADY MACBETH con una vela)
Mirad, ahí llega. Así es como sale, y os juro que está bien dormida. Escondeos y observadla. 
MÉDICO. -¿De dónde ha sacado esa luz? 
DAMA.  -La tenía a su lado. Siempre tiene una luz a su lado. Fue orden suya.
MÉDICO. -¿Véis? Tiene los ojos abiertos.
DAMA. -Sí, pero la vista cerrada.
MÉDICO. -¿Qué hace ahora? Mirad cómo se frota las manos.
DAMA. -Acostumbra a hacerlo como si se lavara las manos. La he visto seguir así un cuarto de hora.
LADY MACBETH. -Aún queda una mancha.
MÉDICO. -¡Chsss..! Está hablando. Anotaré lo que diga para asegurar mi memoria.
LADY MACBETH. -¡Fuera, maldita mancha! ¡Fuera digo!  La una, las dos; es el momento de hacerlo. El infierno es sombrío. ¡Cómo, mi señor! ¿Un soldado y con miedo? ¿Por qué temer que se conozca si nadie nos puede pedir cuentas? Mas, ¿quién iba a pensar que el viejo tendría tanta sangre?
MÉDICO. -¿Os fijáis?
LADY MACBETH. -El Barón de Fife tenía esposa. ¿Dónde está ahora? ¡Ah! ¿Nunca tendré limpias estas manos?  Ya basta, mi señor; ya basta. Lo estropeas todo con tu pánico.
MÉDICO. -¡Vaya! Sabéis lo que no debíais.
DAMA. -Ha dicho lo que no debía, estoy segura. Lo que sabe, sólo Dios lo sabe.
LADY MACBETH. -Aún queda olor a sangre. Todos los perfumes de Arabia no darán fragancia a esta mano mía. ¡Ah, ah, ah!
MÉDICO. -¡Qué suspiro! Grave carga la de su corazón.
DAMA. -Ni por toda la realeza de su cuerpo llevaría yo en el pecho un corazón así. 
MÉDICO. -Bien, bien, bien.
DAMA. -Dios quiera que así sea, señor.
MÉDICO. -A este mal no llega mi ciencia. Con todo, he conocido sonámbulos que murieron en su lecho santamente.
LADY MACBETH. -Lávate las manos, ponte la bata, no estés tan pálido: te repito que Banquo está enterrado; no puede salir de la tumba.
MÉDICO. -¿Es posible?
LADY MACBETH. -Acuéstate, acuéstate. Están llamando a la puerta. Ven, ven, ven, ven, dame la mano. Lo hecho no se puede deshacer. Acuéstate, acuéstate, acuéstate.
(Sale)
MÉDICO. -¿Va a acostarse?
DAMA. -Ahora mismo.
MÉDICO. -Corren temibles rumores; actos monstruosos engendran males monstruosos; almas viciadas  descargan sus secretos a una almohada sorda: más que un médico, necesita un sacerdote.  Dios, Dios nos perdone a todos. Cuidad de ella,  apartad de su lado cuanto pueda dañarla  y vigiladla de cerca. Buen descanso:  lo que he visto me aturde y deja asombrado.  Pienso, mas no me atrevo a hablar. 
DAMA. - Buenas noches, doctor.
(Salen)

Escena II

En un campamento, cerca de Dunsinane.
(Entran, con tambores y bandera, MENTETH, CATHNESS, ANGUS, LENNOX y soldados)

MENTETH. -El ejército inglés ya está cerca; lo mandan Malcolm, su tío Siward y el buen Macduff. La venganza arde en ellos: su justa causa movería al hombre más insensible a fiero y sangriento combate. 
ANGUS. -Los encontraremos junto al bosque de Birnam: es por donde vienen. 
CATHNESS. -¿Sabe alguien si Donalbain va con su hermano? 
LENNOX. -No, seguro que no. Tengo una lista de toda la nobleza: está el hijo de Siward y muchos imberbes que por vez primera ostentan su hombría. 
MENTETH. -¿Qué hace el tirano?
CATHNESS. -Fortifica reciamente el gran Dunsinane.  Unos dicen que está loco; otros, que le odian menos, lo llaman intrépida furia. Lo cierto es que no puede abrochar su mórbida causa en la correa del orden. 
ANGUS. -Ahora siente sus crímenes secretos pegados a las manos. Ahora, a cada instante,  las revueltas condenan su perfidia;  cuando manda, le obedecen porque manda,  nunca por afecto. Ahora ve que la realeza  le viene muy ancha, como ropa de gigante sobre un ladrón enano. 
MENTETH. -¿A quién puede extrañarle que sus nervios torturados se encojan de pavor, cuando todo lo que lleva en ese cuerpo se avergüenza de ocuparlo? 
CATHNESS. -Bien, en marcha, a rendir acatamiento a quien le corresponde. Vayamos al encuentro del médico que ha de sanar esta nación y derramemos con él cuantas gotas de sangre purguen nuestra patria. 
LENNOX. -Todas cuantas puedan regar la flor regia y anegar la mala hierba. ¡En marcha hacia Birnam!
(Salen marchando)

Escena III

En una habitación en el castillo de Dunsinane.
(Entran MACBETH, el MÉDICO y acompañamiento)

MACBETH. -¡No me traigáis más noticias! ¡Que huyan todos! Mientras el bosque de Birnam no venga a Dunsinane, no cederé al miedo. ¿Quién es el niño Malcolm? ¿No nació de mujer? Los espíritus que saben todo humano acontecer me aseguraron: «No temas, Macbeth. Nadie nacido de mujer tendrá poder sobre ti.» Conque huid, falsos barones, y mezclaos con esos epicúreos de ingleses: ni la mente que me guía ni mi pecho flaqueará en la duda o cejará por miedo.
(Entra un CRIADO) 
¡El diablo lo ponga negro, pálido imbécil! ¿De dónde sacaste esa cara de ganso?
CRIADO. -Señor, hay diez mil...
MACBETH. -¿Gansos, miserable?
CRIADO. -Soldados, señor.
MACBETH. -¡Aráñate la cara y colora ese miedo, hígados blandos! ¿Qué soldados, bobo? ¡Muerte a tu alma! Esas mejillas de lino mueven al espanto. ¿Qué soldados, cara de leche?
CRIADO. -Con permiso, el ejército inglés.
MACBETH. -¡Llévate esa cara!
[Sale el CRIADO.]
¡Seyton! - Se me encoge el alma cuando veo...  ¡Eh, Seyton! Este ataque asentará mi suerte o me destronará. He vivido bastante; la senda de mi vida ha llegado al otoño, a la hoja amarilla,  y lo que debe acompañar a la vejez, como honra, afecto, obediencia, amigos sin fin, no puedo pretenderlo. En su lugar, maldiciones, calladas, más profundas; palabras insinceras que mi pobre alma rehusaría, mas no se atreve. ¿Seyton?
(Entra SEYTON)
SEYTON. -¿Qué deseáis, Majestad? 
MACBETH. -¿Qué más noticias?
SEYTON. -Todas las que había se han confirmado.
MACBETH. -Lucharé hasta que arranquen la carne de mis huesos.  Tráeme la armadura.
SEYTON. -Aún no hace falta.
MACBETH. -Quiero ponérmela. Mandad más jinetes, batid el territorio, ahorcad al que hable de miedo. ¡La armadura! ¿Cómo está la enferma, doctor?
MÉDICO. -Más que una dolencia, señor, la atormenta una lluvia de visiones  que la tiene sin dormir. 
MACBETH. -Pues cúrala. ¿No puedes  tratar un alma enferma, arrancar  de la memoria un dolor arraigado,  borrar una angustia grabada en la mente y, con un dulce antídoto que haga olvidar,  extraer lo que ahoga su pecho  y le oprime el corazón? 
MÉDICO. -En eso el paciente debe ser su propio médico. 
MACBETH. -La medicina, a los perros! A mí no me sirve. Vamos, ponme la armadura. ¡Mi bastón de mando! Seyton, que salgan. Doctor, los barones huyen de mí. Vamos, rápido. Si puedes, doctor, examinar la orina de mi tierra, señalar su mal y devolverle su robusta y prístina salud te aplaudiría hasta que el eco a su vez te aplaudiera. Tira fuerte. ¿Qué ruibarbo, poción, medicamento nos purgaría de estos ingleses? ¿Sabes de ellos? 
MÉDICO. -Sí, Majestad. Vuestras medidas de guerra nos llevan a oír algo. 
MACBETH. -[a SEYTON] Eso tráetelo. Sólo temeré la muerte o la ruina si viene a Dunsinane el bosque de Birnam. 
MÉDICO [aparte]  Si me hubiera ido ya de Dunsinane, nunca por dinero habría de volver.
(Salen)

Escena IV
En un lugar cercano a Dunsinane. Se ve un bosque en las cercanías.
(Entran, con tambores y bandera, Malcolm, Siward, Macduff, el joven Siward, Menteth, Cathness, Angus y soldados en marcha)

MALCOLM. -Parientes, espero que esté cerca el día en que nuestra alcoba sea un lugar seguro.
MENTETH. -No nos cabe duda.
SIWARD. -¿Qué bosque es el de ahí enfrente? 
MENTETH. -El bosque de Birnam. 
MALCOLM. -Que cada soldado corte una rama y la lleve delante. Así encubriremos nuestro número, y quienes nos observen errarán su cálculo. 
SOLDADO. -A vuestras órdenes. 
SIWARD. -Según nuestras noticias, el tirano aguarda confiado en Dunsinane y dejará que le pongamos cerco. 
MALCOLM. -Esa es su esperanza, pues, cuando ha habido ocasión de escapar, nobles y humildes le han abandonado y sólo están con él unos míseros forzados que le siguen sin ánimo.
MACDUFF. -Que el justo dictamen venga tras los hechos; ahora entremos en acción marcial.
SIWARD. -Se acerca la hora en que se podrá distinguir de cierto lo que nuestro llamamos y lo que es nuestro. Nutren esperanzas las suposiciones, mas la certidumbre la darán los golpes. ¡Hacia ella avance la guerra!
(Salen en marcha)

Escena V

Dunsinane. Interior del castillo.
(Entran MACBETH, SEYTON y soldados, con tambores y bandera)
MACBETH. -¡Izad los estandartes sobre las murallas! Siguen gritando: «¡Ya vienen! » La robustez del castillo se reirá del asedio. Ahí queden hasta que se los coma la peste y el hambre. De no estar reforzados por los nuestros, los habríamos combatido cara a cara hasta echarlos a su tierra.
(Gritos de mujeres, dentro)
 ¿Qué ruido es ese?
SEYTON. -Gritos de mujeres, mi señor.
[Sale.]
MACBETH. -Ya casi he olvidado el sabor del miedo. Hubo un tiempo en que el sentido se me helaba al oír un chillido en la noche, y mi melena  se erizaba ante un cuento aterrador cual si en ella hubiera vida. Me he saciado de espantos, y el horror, compañero de mi mente homicida, no me asusta. 
[Entra SEYTON]
¿Por qué esos gritos? 
SEYTON. -Mi señor, la reina ha muerto. 
MACBETH. -Había de morir tarde o temprano; alguna vez vendría tal noticia. Mañana, y mañana, y mañana se arrastra con paso mezquino día tras día hasta la sílaba final del tiempo escrito, y la luz de todo nuestro ayer guió a los bobos hacia el polvo de la muerte. ¡Apágate, breve llama! La vida es una sombra que camina, un pobre actor que en escena se arrebata y contonea y nunca más se le oye. Es un cuento que cuenta un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada.
(Entra un MENSAJERO)
Tú vienes a usar la lengua. ¡Venga la noticia! 
MENSAJERO. -Augusto señor, debo informar de lo que he visto, aunque no sé cómo hacerlo.
MACBETH. -Pues dilo ya.
MENSAJERO. -Estando de vigía ahí en lo alto, he mirado hacia Birnam y me ha parecido que el bosque empezaba a moverse.
MACBETH. -¡Infame embustero!
MENSAJERO. -Sufra yo vuestra cólera si miento: podéis ver que se acerca a menos de tres millas. Repito que el bosque se mueve.
MACBETH. -Si no es cierto, te colgaré vivo del primer árbol hasta que el hambre te seque. Si es verdad, no me importa que lo hagas tú conmigo. Refreno mi determinación; ya recelo de equívocos del diablo, que miente bajo capa de verdad. «Nada temas hasta que el bosque de Birnam venga a Dunsinane», y ahora un bosque viene a Dunsinane. ¡A las armas, fuera! Si se confirma lo que dice el mensaje, tan inútil es huir como quedarse. Empiezo a estar cansado del sol, y ojalá que el orden del mundo fuese a reventar. ¡Toca al arma, sople el viento, venga el fin, pues llevando la armadura he de morir!
(Salen)

Escena VI

Explanada delante del castillo de Dunsinane.
(Entran, con tambores y bandera,MALCOLM, SIWARD, MACDUFF y el ejército, con ramas que los ocultan)

MALCOLM. -Ahora estamos cerca: tirad la verde cortina y mostraos como sois. Vos, mi digno tío, con mi primo y noble hijo vuestro, mandaréis el primer batallón. El buen Macduff y yo nos ocuparemos de todo lo restante conforme a nuestro plan.
SIWARD. -Id con Dios. Si encontrásemos la hueste del tirano, que nos venza si en la lucha flaqueamos. 
MACDUFF. -¡Dad a las trompetas aliento vibrante, esas mensajeras de muerte y de sangre!
(Salen. Toque de trompetas prolongado)

Escena VII

Otra parte de la explanada.
(Entra MACBETH)

MACBETH. -Me han atado al palo y no puedo huir: como el oso, haré frente a la embestida. ¿Quién no ha nacido de mujer? Sólo a éste he de temer, a nadie más. 
(Entra el JOVEN SIWARD)
JOVEN SIWARD. -¿Cómo te llamas?
MACBETH. -Te aterraría saberlo.
JOVEN SIWARD. -No, aunque tu nombre abrase más que cualquiera del infierno.
MACBETH. -Me llamo Macbeth.
JOVEN SIWARD. -Ni el diablo podría pronunciar un nombre más odioso a mis oídos.
MACBETH. -No, ni más temible.
JOVEN SIWARD. -Mientes, tirano execrable. Probaré tu mentira con mi espada.
(Pelean y cae muerto el JOVEN SIWARD)
MACBETH. -Tú naciste de mujer. De todas las armas y espadas me río si el que las empuña es de mujer nacido.
(Sale. Fragor de batalla. Entra MACDUFF).
MACDUFF. -De ahí viene el ruido. ¡Enseña la cara, tirano! Si te matan y el golpe no es mío, las sombras de mi esposa y de mis hijos siempre han de acosarme. No puedo herir a los pobres mercenarios, pagados por blandir varas: o contigo, Macbeth, o envaino mi espada, indemne y ociosa. Ahí estás, sin duda: ese choque de armas parece anunciar a un hombre de rango. Fortuna, deja que lo encuentre, que más no te pido.
(Sale. Fragor de batalla. Entran MALCOLM y SIWARD)
SIWARD. -Por aquí. El castillo se rinde de grado. Los hombres del tirano dividen sus lealtades, los nobles barones pelean con ardor, la victoria se anuncia casi nuestra y poco resta por hacer. 
MALCOLM. -Algunos del bando enemigo combaten de nuestro lado. 
SIWARD. -Y ahora, entra en el castillo.
(Salen. Fragor de batalla)

Escena VIII

Otra parte de la explanada
(Entra MACBETH)

MACBETH. - ¿Por qué voy a hacer el bobo romano y morir por mi espada? Mientras vea hombres vivos, en ellos lucen más las cuchilladas.
(Entra MACDUFF)
MACDUFF. -¡Vuélvete, perro infernal, vuélvete!
MACBETH. -De todos los hombres sólo a ti he rehuido. Vete de aquí: mi alma ya está demasiado cargada de tu sangre.
MACDUFF. -No tengo palabras; hablará mi espada, tú, ruin, el más sanguinario que pueda proclamarse.
(Luchan. Fragor de batalla)
MACBETH. -Tu esfuerzo es en vano.  Antes que hacerme sangrar, tu afilado acero  podrá dejar marca en el aire incorpóreo.  Caiga tu espada sobre débiles penachos.  Vivo bajo encantamiento, y no he de rendirme  a nadie nacido de mujer. 
MACDUFF. -Desconfía de encantamientos: que el espíritu al que siempre has servido te diga que del vientre de su madre  Macduff fue sacado antes de tiempo. 
MACBETH. -Maldita sea la lengua que lo dice y amedrenta lo mejor de mi hombría. No creamos ya más en demonios que embaucan y nos confunden con esos equívocos, que nos guardan la promesa en la palabra y nos roban la esperanza. Contigo no lucho. 
MACDUFF. -Entonces, ríndete, cobarde, y vive  para ser espectáculo del mundo.  Te llevaremos, como a un raro monstruo,  pintado sobre un poste con este letrero: «Ved aquí al tirano». 
MACBETH. -No pienso rendirme  para morder el polvo a los pies del joven Malcom y ser escarnio de la chusma injuriosa. Aunque el bosque de Birnam venga a Dunsinane y tú, mi adversario, no nacieras de mujer, lucharé hasta el final. Empuño mi escudo delante del cuerpo: pega bien, Macduff; maldito el que grite: «¡Basta, basta ya!»
(Salen luchando. Fragor de batalla. Entran luchando y MACBETH[cae] muerto)
 [Sale MACDUFF con el cuerpo de MACBETH]
(Toque de retreta. Trompetas. Entran, con tambores y bandera MALCOLM, SIWARD, ROSS, barones y soldados)

MALCOLM. -Ojalá los amigo s que faltan estén a salvo.
SIWARD. -Habrán muerto algunos, aunque, viendo los presentes, tan grande victoria no ha sido costosa. 
MALCOLM. -Faltan Macduff y vuestro noble hijo. 
ROSS. -Señor, vuestro hijo pagó la deuda del soldado. Vivió para llegar a ser un hombre, mas, no bien hubo confirmado su valor en el puesto en que luchó inconmovible, murió como un hombre. 
SIWARD. -¿Así que ha muerto? 
ROSS. -Sí, y ya le han retirado del campo.  No midáis vuestro dolor por su valía, pues entonces sería infinito. 
SIWARD. -¿Fue herido por delante?
ROSS. -Sí, de frente. 
SIWARD. -Sea entonces soldado de Dios. Si tuviera tantos hijos como tengo cabellos, no podría desearles mejor muerte. Su campana ya ha doblado. 
MALCOLM. -.Él merece más duelo; yo se lo daré. 
SIWARD. -Ya más no merece: su cuenta ha pagado con su hermosa muerte. Dios sea con él. Aquí viene más consuelo.

Entra MACDUFF con la cabeza de MACBETH
MACDUFF. -¡Salud, rey, puesto sois! Ved aquí clavada la cabeza del vil usurpador.  El mundo es libre. Os rodea la flor de vuestro reino, que en su pecho ya repite mi saludo. Que sus voces digan alto con la mía: ¡Salud, rey de Escocia! 
TODOS.  -¡Salud, rey de Escocia!

Toque de trompetas.

MALCOLM. -. -No dejaré que pase mucho tiempo  sin tasar el afecto que ha mostrado  cada uno  y pagaros mis deudas. Mis barones y parientes,  desde ahora sois condes, los primeros que en Escocia  alcanzan este honor. Cuanto quede por hacer y deba repararse en esta hora, como repatriar a los amigos desterrados  que huyeron de las trampas de un tirano vigilante,  denunciar a los bárbaros agentes de este carnicero y su diábolica reina,  que, según dicen, se quitó la vida  por su propia mano cruel; todo esto y cuanto sea justo, con favor divino,  en modo, tiempo y lugar he de cumplirlo.  Gracias, pues, a todos. Quedáis invitados  a venir a Scone y verme coronado.

(Toque de trompetas. Salen todos) 


Castillo de Cawdor